El Senado puede cerrar España o abrirla al federalismo.

En Madrid nada se ha movido desde que un Pedro Sánchez, súbitamente ascendido al paraninfo de los dioses, creyera poder reencarnar el felipismo y monopolizar el espacio de la izquierda. Aprovechando la torpeza de Pablo Iglesias que despreciaba, en julio, su oportunidad para pintar algo en la política del hacer cosas. Pues, agitar la calle es solo un pataleo que tiene alguna funcionalidad en momentos de alta volatilidad ideológica pero, ahora, ya no. Le pasa, a esa izquierda podemita, lo mismo que a los del Procés; ya hay que ir cerrando filas.

Las sutilezas han dejado paso al trazo grueso de los dos grandes bloques ideológicos. Polarizado, uno, hacia la tradición del liberalismo decimonónico español (centralista y clientelar) que el franquismo se encargó de consagrar, y el otro, una amalgama heterogénea, pero no por ello caótica, de liberalismo social, socialdemocracia, socialismos militantes y radicales de la izquierda utopista, de diferente formación, que podrían pactar una refundación del sistema siempre con un programa de suficiencia social.

Los dos bloques se vuelven a enfrentar. El bloque del Cierra España, los de Vox, Partido Popular y Ciudadanos, podría volver a ser mayoritario en el Senado y, aunque no lo fuera, podría impedir que los partidos y coaliciones progresistas conservaran la actual mayoría de dos tercios, imprescindible para plantear cualquier reforma constitucional. Del otro lado, sin considerar nacionalistas, soberanistas e independentistas, está el PSOE, los de Unidas Podemos, sus marcas regionales y los de Errejón, la nueva confluencia de Madrid. Esos serían, los que estarían por la España Abierta, la del reconocimiento de la plurinacional del Estado y que ven viable una España nación de naciones; siguiendo la lógica conceptual del contenido del artículo segundo de la Constitución que refiere nacionalidades y regiones.

Esa España Abierta es la que se estaba desplegando en la 2ª República, comenzando con  la aprobación del Estatuto de Catalunya, y del vasco y el gallego a los que no le dio tiempo para entrar plenamente en vigor, y que debiera ser el punto de partida intelectual de continuidad histórica de España a lo largo de los siglos. De no seguirse por ese camino, y de continuar con la situación actual, se estaría justificando el modo vigilado de cómo se hizo la Transición, dando carta de naturaleza a las imposiciones ideológicas de la dictadura de Franco, que acabaría triunfando. Tras décadas de gobierno autoritario, de sutil adoctrinamiento ideológico-cultural, borrado de memoria, y persecución, aislamiento y amedrentamiento de la disidencia, en 1978 España era un erial socio cultural; la ideología social era el franquismo sociológico. Dios y Patria, y Una, y Rey porque Franco así lo había dicho.

Al margen de que en 1978 no era viable la continuidad cultural e histórica de las conquistas ideológicas, políticas y sociales de la República, podemos dar por bueno aquel proceso porque, al menos, encaminó una reforma territorial en sentido de acercarnos al ideal federal.

Las Comunidades Autónomas, concretadas cinco años después de la aprobación de la Constitución, hasta 1983 no cerró el mapa territorial, marcaba el camino hacia una transformación federal que nunca avanzó y que tenía claro que en España existen excepcionalidades o nacionalidades. Al menos, dos indudables, la vasca y la catalana; y así se explica la operación del retorno del presidente de la Generalitat de la República, en el exilio, Josep Tarradellas, en octubre de 1977, antes incluso de que se redactara la Constitución, lo que debiera de tener cierta trascendencia jurídica.

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