El 15 sábado pasado, Última Hora publicaba mi artículo «Una Segunda Transición. El Rey tiene que implicarse«, sobre la comunicación “Una Segunda Transición: Un proyecto federal avalado por la Monarquía” que presenté en las Jornadas sobre “El Futuro territorial del Estado Español”, organizadas por la cátedra de Derecho Constitucional de la UIB.
Adelanto de las conclusiones del aquella Comunicación.
La historia de España ha estado jalonada de episodios de rebeliones y revueltas por la cuestión regional cada vez que desde el poder real o los gobiernos de turno, afrentaban los derechos históricos de regiones con pasado político independiente o privativo. Es ese regionalismo o nacionalismo, depende desde el punto desde donde se analice la cuestión, el tema axial a resolver de una forma pactada entre ambas partes regionales o nacionales y estado central, si se aspira a un proyecto de España viable. Es el tema sensible sin cuya resolución satisfactoria por ambas partes no será posible la tan ansiada estabilidad política en España y, para la Corona, la oportunidad de consolidar y justificarse como institución porque, no se olvide, el pacto tácito no escrito con la Corona incluía que partidos políticos de corte republicano no cuestionarían la institución a cambio de un modelo de estado autonómico y con amplias facultades para las nacionalidades históricas.
En esta coyuntura de crisis económica, social y política le corresponde a la Corona dar el paso trascendental, como lo dio en el proceso de cambio de la dictadura a la democracia y acometer una Segunda Transición; un nuevo consenso constitucional que dé respuesta a las cuestiones regionales que deberían haberse resuelto en aquella Transición inacabada.
El rey Juan Carlos debe de tomar parte activa en la preparación de ese cambio, saltando su posición institucional, y asumir el pacto institucional de garante de la unidad y la convivencia nacional, como lo hizo cuando el Congreso fue asaltado en 1981. En efecto, hoy las instituciones no están amenazadas por un enemigo exterior, pero si por una endogamia política que impide la transformación y evolución de las mismas para adaptarse a las inquietudes, capacidades e intereses de la sociedad en proceso de cambio.
Se trata de posibilitar que las instituciones puedan evolucionar, incorporar nuevos valores y nuevos mecanismos de representatividad, y hacer viable que, como si de cualquier empresa económica se tratara, se incorporen nuevas tecnologías, investigación, desarrollo e innovación en la propia definición y funcionalidad de las instituciones y de su engarce en la coherencia del Estado.
La Corona, a imagen de la función que asumió durante el intento de golpe de estado, debe ahora tener percepción de esa situación anómala de las instituciones que, además es coherente con la voz de la Calle, no solo por los grupos que se mueven por intereses en ocasiones populistas y queriendo minimizar el valor de las urnas, sino por la evidencia del sentir de la ciudadanía por medio de los estudios sociales y de opinión y los medios de comunicación que, en su conjunto, constituyen un barómetro, también, del divorcio entre sociedad y sus instituciones.
La Corona está legitimada desde su privilegiada institucionalidad, no política pero de garante de convivencia, para asumir un liderazgo de cambio que resuelva las dos grandes cuestiones que posibilitaron la transición de la dictadura a la democracia: pacto en lo territorial y pacto en lo político; que son, también hoy, los escollos para que España pueda tener un proyecto de país creíble, viable a medio plazo, y recobre su autoconfianza, como ocurriera en la Transición.
En el primero impulsando, ahora ya, un modelo federal y de diseño, más geopolítico que ideológico, con la inclusión de técnicos y especialistas, como se hizo en aquella legislatura constitucional en la que participaron activamente el grupo de los senadores de designación real. En lo político, un cambio en las instituciones, revisando en profundidad su funcionalidad con la referencia en el nuevo modelo federal y las instituciones de la Unión Europea, y una profunda revisión del sistema electoral, partiendo desde la propia organización de los partidos políticos e incorporando los avances tecnológicos y estructuras de democracia participativa y deliberativa.
Al rey Juan Carlos hay que pedirle visión política, como tuviera su padre Don Juan siempre pendiente de España (aún resuenan sus últimas palabras como heredero de la institución “Majestad, por España, siempre por España!”)[1], y que impulse esa Segunda Transición por el bien y la unidad de España, como estado plurinacional. Y para la continuidad dinástica, siempre en entredicho mientras la Corona esté más cerca de los poderes fácticos que del pueblo. La monarquía tiene, ahora, otra oportunidad para ganarse la estima y el favor, asumiendo esa tarea que tendría en el Príncipe Felipe un buen gestor, como aquella figura de Adolfo Suárez, que tantos lamentamos no tener en la política activa.
El rey Juan Carlos tiene que dar el paso y saber atemperar tanto a partidos políticos, y a la sociedad civil, como a cenáculos intolerantes que van a reproducir los fantasmas del 36, como hicieron durante la Transición, y tener claro que la monarquía, que no está consolidada sino de prestado porque supo aportar el valor añadido de impulsar el cambio necesario para España, tiene ahora otra oportunidad de validarse y justificarse ante la sociedad.
La monarquía de Felipe de Borbón, su estabilidad, va a depender de que sea capaz de asumir el papel de vínculo de unión de la España plural, sin imposiciones territoriales, en la que las regiones nacionalistas tengan su máxima expresión como regiones históricas. Una monarquía federal, de respecto a los territorios, como funcionó la España de los Austria o como funcionan los estados federales modernos.
Si el Rey tiene el coraje de impulsar ese cambio que el País, política y socialmente necesita, habrá cerrado su reinado con inteligencia de hombre de Estado como lo inició, y habrá puesto los cimientos para la viabilidad de España como nación en el futuro. Los fantasmas del pasado están ahí, presentes, y pueden volver.
Algunos oponen, a este nuevo proceso constituyente, la dificultad jurídica pero ¿Acaso las Cortes de la democracia van a ser menos generosas, por el bien y la unidad de España, que las franquistas?