Llevamos dos meses de Nueva Normalidad y los contagios por COVID-19 siguen produciéndose como en los peores momentos. Claro que, esta vez, se detectan preventivamente por PCRs en personas asintomáticas. Son menos graves pero con mayores repercusiones en la economía, porque la progresiva extensión de la pandemia sin control, cuando debería haber disminuido, ha supuesto el cierre definitivo de la temporada turística.

El cabreo ciudadano es manifiesto y se culpa a los gestores de la crisis: El gobierno del Estado y a las Comunidades Autónomas que no han resultado eficientes en esa nueva fase de normalidad. Por incapacidad, por implementar medidas voluntaristas sin capacidad real de hacerlas cumplir, o por enfocarse en criterios dispares, a salto de mata, improvisando a pesar de la experiencia que deberían haber acumulado.  

La estrategia contra el coronavirus se ha centrado en apelar a la responsabilidad individual: Si se había estado en riesgo, y mientras se esperaba el resultado de la PCR, había que confinarse o extremar las medidas de seguridad. Pero los protocolos son voluntarios y sin control. Hay descoordinación, o nulidad, en los seguimientos de los positivos, o en riesgo. Y peor si se trata de espacios de fácil masificación; como el aeropuerto de Palma donde el paripé de la declaración de situación de los pasajeros extranjeros (me consta en los días 7 y 16), terminaba en un trámite sin repercusiones.

La administración, la de aportar soluciones a pie de calle, ha estado desaparecida. Mientras en Pamplona cualquiera podía acudir a un centro habilitado para su PCR, sin bajarse del coche como veíamos que se hacía en Corea a principios de la crisis, aquí la administración dosifica las pruebas y solo realiza las PCR cuando ya hay síntomas, pudiendo estar infestando como asintomático. Si un sospechoso de ser asintomático, porque ha estado en contacto con personas con COVID-19, pide la prueba se le dice que se esté en su casa cuatro días, a ver si hay síntomas y entonces sí. Y si uno quiere que se le haga el test ya puede hacérselo en clínica pagando de 60 a 145 euros, según se quiera la prueba inmediata o la de laboratorio, con resultado en tres días.

Por lo que hemos visto y oído, en testimonios anónimos, han sido grupos de jóvenes y reuniones en ámbitos familiares, los mayores contagiadores: Prefieren arriesgarse antes que renunciar al disfrute de las relaciones sociales. Como resultado, algunas comunidades autónomas están permanentemente entre las 10 regiones europeas con mayor cantidad de contagios.

De resultas de las carencias administrativas, y de nuestra falta de responsabilidad colectiva, el Gobierno y las autonomías van a tener que asumir el fracaso global de la gestión. No tanto por el periodo más cruento de la pandemia, sino por el desarrollo de esa fase de Nueva Normalidad.

Ya se da por descontado que la vacuna no acabará con esta crisis. Para muchos, una vacuna con tan poco tiempo de control se verá como improvisada y sin suficientes garantías de efectos secundarios por lo que sus efectos, en la economía, serán duraderos.

Este contexto de imprevisibilidad va durar toda la legislatura y será, sin duda, el eje de las próximas campañas electorales, autonómicas y generales; en tres años si nada estalla antes. Por tanto, si no queremos llevarnos el susto de un salto hacia el pasado, este gobierno de coalición, en permanente recosido, debería no demorarse en impulsar la hoja política diseñada en su inicio y, claro, necesariamente ajustada a las limitaciones impuestas por la crisis.

La mayoría que dio el gobierno a Sánchez es fiable a condición de que no se tuerza en su propósito de diseñar una solución viable y estable para Catalunya. Hay tela de dónde tirar.