Un nuevo higienismo de abrir espacios

Publicado en Última Hora, el 6/5/2020

La higiene entró en la agenda de los gobernantes cuando, en la segunda mitad del siglo XIX (1865), Louis Pasteur descubriera la relación de bacterias y microbios con las enfermedades, exigiendo a su equipo que se lavara las manos después de cada contacto con un enfermo, y que la poca ventilación favorecía la propagación microbiana.

El higienismo en el Reino Unido fue estimulado por la sensibilidad social que produjeron las  novelas de Dickens, promoviéndose políticas orientadas a crear ambientes saludables que previniera enfermedades infecciosas como el cólera, por contaminación de aguas fecales, o de trasmisión por el aire, que se incubaban en ambientes con poca ventilación, en penumbra y humedad; en espacios cerrados con apenas circulación de aire limpio y sin la luz del sol.

El higienismo del siglo XIX acabó con las murallas de las ciudades que si hoy se verían como atractivos de valor turístico, entonces, eran cercos físicos que enclaustraban las ciudades, impidiendo que el aire del campo penetrara en ellas, y con rincones húmedos y malolientes que constituían focos de cultivo de bacterias y de extensión de infecciones.

De cómo se ha extendido este COVID-19 se ha escrito mucho, pero todos coinciden en que los espacios cerrados favorecen las infecciones. Ahora se repiten las imágenes mentales de las grandes epidemias del pasado, cuando la mejor receta para combatir la tuberculosis, por ejemplo, era mudarse al campo, a espacios abiertos e hiperventilado; y esa es la norma que se sigue para las infraestructuras sanitarias.

Pero, en sentido contrario, como si no hubiéramos aprendido nada de experiencias pasadas, pensamos que las enfermedades se resuelven con farmacologías específicas, despreciando la prevención, punto débil de la excelente sanidad española. Somos una sociedad super protegida y, algo irresponsable , que alegremente exigimos que un sistema social, sanitario,  cuide de nuestra salud sin que tengamos que hacer, apenas, nada por nuestra parte.

Supongo que ahora que hemos visto cómo se las gasta un virus que no respeta a nadie, caigamos en la cuenta que quienes lo han llevado mejor son los organismos básicamente sanos. Y que la salud depende, principalmente, de cómo llevemos nuestra vida: alimentación y hábitos sociales.

Pero la segunda gran responsabilidad en este desastre colectivo es la falta de conciencia social sobre qué significa la vida en comunidad;  ignorando las cuestiones que no nos preocupan en el presente inmediato. Para empezar, el drama de las residencias de mayores: la consultora geriátrica Angomed, señala que los hedge funds (fondos buitre) están muy presentes en este sector de las residencias, que sitúa entre el 20% y el 25% el margen de beneficio de explotación, incluso del 50 por ciento. Tenemos, también, el ejemplo cercano del paquete de viviendas sociales que la Comunidad de Madrid vendió a un fondo buitre, que ha subido escandalosamente los precios del alquiler que debían ser moderados.  Como sociedad de bienestar, esta crisis hace saltar por los aires el trazado de la línea entre interés social y lucro económico.

El sistema permite el control de las infraestructuras sociales por el mercado y que el celo del máximo beneficio se generalice, en todos los sectores económicos. También en la arquitectura y el urbanismo, que determina nuestro hábitat, están obligados a servir a un mercado de máximo rendimiento, presionados a  proyectando recintos pequeños y cerrados en lugar de espacios abiertos con terrazas y balconadas, y jardines comunales.

Esta pandemia tiene que servirnos para revisar la validez de nuestro estilo de vida, ahora pensado desde el individualismo y la soberbia como sociedad.

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