Si la crisis de 2008 se saldó con el fin de las hegemonías de los partidos tradicionales y el asalto de la ideología de extrema derecha; la de ahora, apunta a que romperá la dinámica interna en los partidos. Y eso será bueno porque ya resulta insostenible, para nuestra salud como sociedad, la manipulación habitual que sufrimos los ciudadanos de los partidos; cuando las políticas se ajustan más a las conveniencias de los dirigentes que a los intereses de todos.
Los políticos buscan híper liderazgos trabando mensajes simplistas, y equívocos, y manipulando o comprando su tiempos en los focos mediáticos; siempre ávidos de declaraciones provocadoras. Pero esa astucia es torpe porque con ella atraen a adeptos clientelares y a fieles poco críticos, que acaban centrándose en encuestas de popularidad, en lugar que en el frío ejercicio de la política.
Esos híper liderazgos, tan expuestos en las redes, caen cuando se blindan ante las críticas no simpáticas, y frente al que se llama fuego amigo, hundiéndose en la pira que se alimenta en cada decisión defensiva. Se aparta a los mensajeros de la razón y se atrae a los aduladores. Eso le pasó a Albert Rivera, que echando a sus críticos incendiaba más los leños que le abrasaron.
Se aíslan los híper liderazgos de los foros de debate interno, de los propios partidos, porque temen que ideas nuevas sean asociadas a nuevos líderes que debiliten su poder omnipotente. Suele creerse que el carisma del liderazgo está en aferrarse a la doctrina, casi mesiánica, que en su día se eligió como inamovible. Y, erróneamente, están convencidos que compartir opiniones de otros les hace vulnerables, con riesgo de perder autoridad. El poder encadena a repetir dinámicas conocidas, todo lo contrario que en la sociedad que es, como descubrió Bauman, líquida, imprecisa y mudable.
Y ¿qué pueden hacer los electores de tales o cuales partidos con los que comparten principios ideológicos, pero no su política del día a día?
Habrá que buscar fórmulas para que los electores puedan, saltándose las férreas disciplinas de las formaciones políticas, intervenir de verdad y votar a las personas que en cada uno de los partidos representen mejor sus opiniones políticas por encima de sus líderes oficiales. Porque esta crisis del coronavirus, la mayor que ha asolado España desde la guerra civil, está poniendo en contradicción la actitud política de los partidos con la que preferirían muchos de sus votantes.
En cuanto termine esta crisis, habrá que acometer una reforma electoral para que en la elección de diputados se prevea que el votante pueda marcar su preferencia de escaño, candidaturas de partido pero abiertas, rompiendo la mecánica personalista de la confección de las listas.
La dureza y el revoltijo de conceptos fuera de contexto, a destiempo y demagógicos, descubren que la sociedad española no comparte esas estridencias partidistas.
Estoy convencido de que a muchos votantes les habría gustado que hubieran resultado elegidos otros candidatos, sin necesidad de mudar de ideología. Si nos centramos en el partido popular, aún no hace dos años que Pablo Casado fue elegido presidente porque recibió el apoyo de los partidarios de María Dolores del Cospedal. Contrarios a los de Soraya Santamaría, que es quien ganó aquellas primarias, los de Cospedal estarían más en la línea de Rajoy, ahora de Feijoó, que de Casado.
Cabría deducir de todo esto que los votantes tradicionales de Rajoy estarían más cómodos con una presidencia de tono menos escorado a los postulado de extrema derecha. De los de Ciudadanos y de VOX, y también de otros del arco nacional, podría decirse lo mismo.