En una semana se cumplirá el primer plazo de la investidura que, salvo iluminación de realismo y humildad, se cerrará con deberes para septiembre y, de allí, a una posible repetición electoral que nadie quiere pero que, otra vez, está en la voluntad de Podemos.
Pablo Iglesias tiene que meditar estratégicamente sobre qué le conviene más. Si pactar un programa y seguir siendo el líder de un partido que influye en la política de Estado o perder el control de Podemos. Porque difícilmente podrá estar en los dos. Allí están Errejón, Teresa Rodríguez, Colau u Oltra en Valencia. A Iglesias le interesa más un buen acuerdo y seguir en la oposición discreta, que estar en un gobierno donde no podría marcar distancia porque tendría que adaptarse a la estabilidad.
Pedro Sánchez es la única opción de gobierno pero además nos interesa si sigue siendo el adalid del cambio de época que España y Europa necesitan para afrontar el futuro. Desafíos en lo político y geopolítico, y en la economía y el ámbito laboral que deben ser encaminados para la estabilidad de nuestro país y de la Unión Europea. En España tenemos la urgencia de dar con una solución viable, es decir realista, al soberanismo. Realista, porque si la solución que se ofrece al independentismo no toca realidad política y electoral, entonces no será posible. En segundo lugar, una reforma tocando la económica revertiendo el entreguismo de la política a la economía de los hechos consumados, en qué las grandes empresas transnacionales imponen sus puntos de vista a la sociedad colonizando y satelizando nuestras sociedades de consumo. Esa fue el discurso de Sánchez candidato con el que ganó las elecciones, las primarias, y las Generales.
A España y a Europa, un liderazgo fuerte de Pedro Sánchez daría el impulso y equilibrio ideológico para armar confluencias políticas necesarias para refundar el proyecto europeo sin perder de vista su esencialidad democrática y social: el estado de bienestar. Ante la nueva configuración de bloques, se trata de frenar la generalización de este capitalismo depredador y salvaje que se está imponiendo. Propio del siglo XIX como diagnostica Thomás Piketty (“El Capital en el siglo 21”), y que ha cogido impulso tras la crisis, incrementando las desigualdades sociales hasta niveles insólitos en nuestras democracias occidentales.
Y ahí está la tarea de una izquierda refundada que necesita de un Pedro Sánchez ideológico y pragmático y que, tocando la realidad electoral, no olvide que sus buenas perspectivas electorales en el Congreso no son tan claras en un Senado que podría volver a cerrarse para reformas progresistas.
Nos interesa un gobierno de Pedro Sánchez libre de condicionantes electoralistas pero también un gobierno integrador sin sobresaltos. Nos interesa ese presidente del que sabemos sus opiniones en cuestiones capitales, gracias a que tuvo que ganarse la confianza de su partido con el 60 por ciento de los votantes en las primarias, antes de ganar las elecciones con ese mismo discurso integrador y nacional. Y que no las olvide porque alguien le persuada de filipismo.
A España interesa un gobierno de Sánchez porque representa el cambio político con valores democráticos, esencialmente demócrata en principios y convicciones de ideología, no solo por declaraciones o etiquetas, frente al extremismo de la derecha nacional. Y en este empeño, Pablo Iglesias, por su parte, tiene que ser consciente de sus escaños y de la desconfianza que ha generado en amplios sectores de la sociedad. Por sus excesos socializadores y financieramente insostenibles y por sus cambios y tonos desafiantes, propios de quien está acostumbrado a los mítines de asamblea.
Y Cuidado!, que si vamos a elecciones Podemos, sin duda, perderá. Sánchez puede ganar algo o mantenerse. Pero, sobre todo, la derecha dura, de PP y Vox, pueden armar una coalición que puede ser decisiva.
Ojalá no se empeñen, no tiene sentido en este mundo tan líquido, pretender prever todas las casuísticas antes de firmar un acuerdo. Al fin y al cabo, lo importante realmente son las convicciones y principios esencialmente democráticos (si estuviéramos en Francia hablaría de los valores de la República) que han desaparecido del escenario nacional.