El Federalismo, el mejor modelo para España.

Para el franquismo sociológico que dirigió la Transición, educado en una visión centrípeta y uniformadora de España, el autogobierno de las regiones se entendía como antesala de secesionismos en lugar de como modelo de integración territorial; al estilo de Estados Unidos, Alemania o Canadá, todos ellos estados fuertes, aunque Quebec tenga un estatuto particular, y en Alemania, no todos los Länder tengan las mismas competencias.
Pero la idea federal en España tiene que desembarazarse de la rémora histórica de su infantilismo que significó la experiencia de la Primera República, cuando se creía que para acceder a la situación federal las regiones o territorios (Cantonalismo de Cartagena) debían, previamente, de hacer declaración de soberanía para, luego, auto determinarse por la federación.
Ese recuerdo histórico y el ensañamiento del franquismo, en su doctrinario de exaltación nacionalista, contra cualquier teoría política que se opusiera a su autoritarismo, considerando a los regionalismos y al federalismo como ideologías perniciosas que conducirían a los secesionismos, son creencias hoy todavía arraigadas en la sociedad. Creencias fundamentadas en interpretaciones sesgadas, y manipuladas, de la historia de la Segunda República, desarrolladas y difundidas para proporcionar coartadas justificativas del mismo golpe de estado que terminó en guerra civil.
Y en cuarenta años de dictadura férrea, ibas a la cárcel si opinabas y actuabas distinto en político, el régimen tuvo tiempo de aleccionar y filtrar sus consignas a más de una generación de españoles que hemos sido educados, crecido y casi convencidos de que los pueblos latinos estamos reñidos con los regímenes democráticos porque, supuestamente, somos incapaces de ponernos de acuerdo en algo.
Con esos antecedentes, cuando la Transición, el federalismo no tenía buena fortuna y solo en Cataluña y el País Vasco había mayoría clara que quisiera el autogobierno “Llibertat, Amnistia i Estatut d’Autonomia”, se optó por este modelo autonómico, que no es en ningún modo federal, con aquiescencia de todos los grupos parlamentarios representados cuando las Cortes Constituyentes, con la única oposición de Alianza Popular que solo asumió plenamente la España de las autonomías cuando Manuel Fraga llegó a la Xunta.
Sin querer entrar en valoraciones, lo relevante es que la experiencia autonómica ha resultado un éxito indudable contribuyendo al progreso general de todas las regiones y a un mayor equilibrio económico y social, pero ha degenerado en una dinámica de disgregación y enfrentamiento entre administraciones, autonómicas entre sí y con la Administración Central porque, existiendo el mandato constitucional de despliegue autonómico, la Administración Central, recelosa de perder cuotas de poder, ha entorpecido cuanto ha podido a costa de establecerse importantes disfunciones organizativas.
Durante ese proceso de fortalecimiento del poder autonómico, los nuevos entes territoriales se justificaban como entidades privativas rivalizando con las otras, según los mayores niveles de competencias que iban asumiendo, teniendo en esto su autoestima y prestigio. El resultado: duplicidad de administraciones para similares competencias, ineficiencia por orientaciones políticas divergentes entre gobierno central y autonómicos y sobre costes de gestión inasumibles e inaceptables.
Todas estas cuestiones y la percepción generalizada de esta crisis ha contribuido a desvelar disfunciones latentes, disrupciones, que han puesto en evidencia el cambio de ciclo económico, pero también social y cultural, es imparable y, por ello, inaplazable

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