Unas elecciones sociales hacia un cambio de ciclo

Leía en este periódico ayer, a propósito del libro del amigo Bartomeu Mestre “Blues amb dones”, este titular: “Si fuéramos conservadores, el mundo seguiría igual siempre”. Una frase certera, exacta. El conservadurismo per se es el cáncer del mundo porque impide que las sociedades evolucionen.

Decía Samuel Etoo, en una entrevista sobre el funcionamiento de su Fundación para la protección de la infancia y la juventud, que para poder distribuir los fondos de ayuda tenía que pedir permiso a los ancianos de las tribus y darles regalos que, en ocasiones, eran de similar cuantía que las ayudas que repartía la fundación. Es bien conocido que en los estados corruptos cualquier acción de beneficencia o contrato comercial debe de considerar los sobrecostes y otros flecos que se pierden por el camino.

En el casos de los países, no sé cómo es políticamente correcto llamarlos ¿Tercermundistas? ¿En vías desarrollo? ¿Atrasados? (¿) Los conservadurismos sociales, los tradicionalismos, se autodefinen por querer mantener los statu quo, con ese baladí razonamiento de la culturalidad que, las más de las veces, solo se mantienen mientras benefician a quienes están en la parte alta de la jerarquía social.

En nuestras latitudes, en el estado del bienestar, el conservadurismo es mantener las cosas como están y, en la cuestión social, mirar más desde la subsidiaridad y el auxilio que desde la justicia distributiva y la equidad: porque eso supondría tocar estructuras sociales y económicas, sería ir contra el sistema.

Antonio Garrigues Walker, presidente de honor de Acnur España y fundador del Capítulo Español de Transparencia Internacional (TI), organismo para la lucha contra la corrupción,  acaba de publicar, con Antonio García Maldonado, “Manual para vivir en la era de la incertidumbre” (Deusto), en que aborda desde razonamientos sencillos el tema de la desigualdades.

Desde una óptica liberal, desde ese liberalismo originario de raigambre social, se enumeran una serie de cuestiones que tienen como denominador común las desigualdades sociales que alimentan, si no son causa, de los grandes males que amenazan con acabar con la civilización. El cambio climático, la globalización financiera, las deslocalizaciones y los desequilibrios entre producción y consumo, que llevan a la concentración de los recursos y del poder, empujan al colapso o a un nuevo contrato social que, necesariamente, tiene que fijarse en la justicia social. Sin un mínimo de bienestar y sin cohesión social “no hay democracia liberal que funcione y compita», dice Garrigues en este último libro.

Y es que el mal del siglo es la desigualdad implícita en la riqueza de escala. Alguien comentaba, en algún programa de televisión o radio, que el rico puede tener de todo menos una cosa: bastante. Aludiendo a que esta sociedad se ha acostumbrado a los excesos porque se nos ha imbuido que pararse en lo suficiente, en aquello que satisface plenamente nuestras expectativas, supone un fracaso personal y nos impele, casi enfermizamente, a buscar emociones cada vez mayores y más arriesgadas y, por ende, más inútiles para nuestra vida como personas y para los demás.

Se nos ha hurtado la capacidad del criterio en beneficio de las consignas de masas embutidas en programas de televisión, mensajes publicitarios de youtubers,  y ahora, masivamente por las falsas noticias que tratan de influir en el voto. Lo último, la falsedad emitida por un miembro de Vox sobre la supuesta agresión feminista en Son Servera.

Todas esas cuestiones habríamos de tenerla en cuenta a la hora de decidir a quien otorgamos el poder de nuestro voto.

(Publicado en Última Hora, el 13/03/2019)

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