La xenofobia, la última conquista del neoliberalismo.

Las elecciones del domingo en Suecia, con la evolución espectacular de la xenofobia, y los avances de la ultraderecha en Dinamarca, Austria, Polonia, Hungría sin olvidar a Italia y Holanda, el Brexit o los últimos sucesos en Alemania, obligan a abrir en canal el melón de la inmigración y abordar el problema desde todos los ángulos; no solo desde el buenismo político que no es más que el miedo a tomar decisiones duras y de supervivencia social.

Todas las aristas que tiene la inmigración pasan por afrontar el problema social,  desde el dramatismo de los migrantes y, también en parecida medida, desde la confrontación que se genera en los países de destino, donde se ve a los inmigrantes cómo culturas enfrentadas con la local tratando de persistir con sus costumbres y la musulmana , claramente, queriendo cambiar los modos de convivencia que se consiente, políticamente, bajo ese epígrafe totalizador y simplista del respeto a la multiculturalidad.

Las migraciones no solo son un drama personal sino que tienen una componente macroeconómica que explica la poca atención que merecen por parte de los políticos, de uno y otro lado de la frontera migratoria. De una parte, los emigrantes suponen una fuente de financiación para los países de emigración y de destierro, de transferencia de población activa que ayuda a maquillar las cifras del paro conteniendo la situación social y, en muchas ocasiones, evitando el estallido de violencia. Del otro, para los estados de destino, hasta ahora en que ya son problema insostenible, la llamada a inmigrantes ha sido la válvula de seguridad productiva de su economía. Salarios bajos y poco reivindicativos. ¿Qué sería de los invernaderos de Almería?

El crecimiento desigual al que se refería Samir Amin, escritor político egipcio, fallecido recientemente, ponía el acento en la responsabilidad determinante de las grandes corporaciones multinacionales en el control de los mercados estratégicos y el reparto, y asignación geográfica, de la producción mundial. La economía de escala y la especialización de los países del llamado tercer mundo, a falta de un término más preciso, en monocultores agrícolas con precios sujetos a regulación mundial (sea el café, el cacao, la palma, el maíz para biocombustibles…) distorsionan las economías locales impidiendo su diversificación productiva, que sería lo adecuado para abastecer las necesidades de los mercados nacionales, y el desarrollo local. Esa dependencia económica de las grandes corporaciones convierte a los gobiernos en agentes económicos mezclándose, en el mejor de los casos, Intereses de país y conveniencias personales. Y la situación empeoró desde la generalización de la globalización financiera a través de la que se controla la actividad económica, política y social de las economías nacionales.

Y las migraciones son el componente débil de esa ecuación macroeconómica. Porque para ese neoliberalismo depredador, como se expresa en “la sociedad del rendimiento”, Sebastian Friedrich y otros (Ed. Katakra, Pamplona, 2018), las migraciones consiguen los perniciosos efectos complementarios de liberar tensión social, en economías poco desarrolladas e hiper-neoliberales, y contribuir a desestructurar sociedades maduras, precarizando el trabajo y la dignidad salarial con el riesgo serio del empobrecimiento de  la sociedad de los servicios sociales, del bienestar.

Mientras que los partidos políticos no elaboren y sustenten un discurso serio, meditado y coherente con la realidad global, sobre la inmigración más allá de forzados voluntarismos, la anti inmigración no hará más que crecer.

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