Leo en Wikipedia que a Quim Torra se le caracteriza como “político español de ideología fascista”. Se quiere justificar el supuesto fascismo de Torra amalgamando opiniones dispersas de columnistas en los medios y docentes universitarios, posicionados políticamente, construyéndose un perfil a la medida. No sé si se quiere insultar al personaje o si con el abuso del término, evidente en los medios de comunicación, se pretende presentar al fascismo como una ideología amable y compatible con una sociedad democrática.
Quim Torra pasará como un gris subalterno de otro gris, Carles Puigdemont, que con manifiesta irresponsabilidad impulsó un proceso de independencia a la carta, sin mayoría política ni social suficiente ni territorialmente homogénea, y mintiendo sobre la supuesta comprensión europea.
Ese independentismo coyuntural se reforzó con la errónea lectura de la nueva mayoría independentista del 21 de diciembre, las elecciones forzadas por la aplicación del artículo 155, enmascarando que los resultados fueron más la reacción a la propaganda anti soberanista e independentista, impulsada por el gobierno Rajoy y Ciudadanos, que la reválida a la política unilateral de Puigdemont. Fueron, aquellas elecciones, la reacción de los electores catalanes ante la disyuntiva del soberanismo o la exaltación de la unidad española militante y agresiva, sin matices, contra los que no participaran de sus entusiasmos constitucionalistas.
Fueron la respuesta a la vía judicial del exceso conduciendo a reacciones de exceso. El juez Llarena no ha conseguido que ni la justicia belga y ni la alemana comulgara con sus argumentaciones jurídicas y que se hayan desinflados sus pretensiones respecto a los otros huidos. Sus únicas rentas son los políticos que permanecen en prisión preventiva, cuya situación y posterior sentencias, más pronto que tarde, serán objeto de sendos procesos ante la Corte europea. Una justicia europea que tendrá que hilar fino teniendo en cuenta, sobre todo, que sus argumentaciones tendrán repercusión en estados terceros, de la Unión Europea o no, en los que las arbitrariedades judiciales sí pueden obedecer claramente a presiones de gobiernos cada vez más autoritarios.
En el futuro inmediato, la causa de Rajoy, y del juez Llarena como símbolo, va a convertirse en la causa del PP y Ciudadanos revindicando la soberanía nacional, dicen. Como fuera la lucha del PP contra el Estatuto catalán, origen del actual Procés, o las llamadas al orgullo nacional que se acostumbrada a impulsar durante el franquismo reclamando la soberanía de Gibraltar o contra la Europa democrática, todas ellas con resultados adversos a los deseados.
El independentismo debe de saber que su Procés ni es viable ni goza del apoyo social que las urnas aparentan. Y el Estado tiene que aprender que en unas nuevas elecciones, forzadas por otra aplicación del artículo 155, volvería a repetirse los resultados y, esta vez, con menor participación quizás en detrimento de los llamados constitucionalistas. A una nueva declaración unilateral, sin duda, debería responderse con la suspensión institucional pero lo inteligente sería evitarlo.
Un adelanto electoral antes de las municipales, aclararía la situación política en España, despejando las incógnitas sobre la fortaleza del presidente Sánchez y, en Catalunya, supondría unas elecciones de cierta normalidad, al liberarse de la presión de un parlamento catalán enfrentado al del Estado. Su resultado, presumiblemente más favorable al soberanismo que al independentismo, influiría en el devenir de la legislatura de Torra.