La situación en Catalunya va de mal en peor.
Si la respuesta del Estado no es otra que aumentar el nivel de dureza contra las manifestaciones de bastante más de la mitad de los catalanes, no los que fueron a votar el uno de octubre, que ese referéndum no puede servir más que para constatar la firmeza de la contestación catalana, sino del 80 por ciento que, según todos los sondeos sí quieren decidir su futuro en una consulta de referéndum, entonces la escalada de tensión puede llegar a que se den las condiciones para que surja una banda armada.
Desde diferentes ámbitos, se está pidiendo que tanto Rajoy como Puigdemont den un paso atrás. Sin embargo, esta exigencia difícilmente puede ser aceptada por la parte de la Generalitat, porque pura justicia de los hechos es totalmente desigual; porque las responsabilidades de ambos presidente no son al 50 por ciento para uno y otro. Quien haya seguido la secuencia de los sucesos desde su inicio sabrá que es la ideología nacionalnacionalista del partido popular, su pata postfranquista y autoritaria, la responsable de que el catalanismo haya sido empujado al soberanismo y al independentismo.
Empezó Aznar, abusando de su mayoría absoluta, contra los partidos nacionalistas provocando, en Euskadi, que Ibarretxe propusiera su Estado asociado, y en Catalunya, que Maragall formara el gobierno Tripartito, con el objetivo de un nuevo Estatuto que blindara competencias amenazadas.
Luego, tras la inesperada derrota de Rajoy en 2004, aún no digerida, tras la campaña contra el cava, el PP impulsó la recogida de firmas contra el nuevo Estatuto y el recurso en el tribunal Constitucional (que falló una sentencia estando mermado en miembros y con notable mayoría de adeptos al PP, incluso alguno exmilitante).
Aquella sentencia fue el pistoletazo de salida de lo que vemos hoy. Sin visión y sin ánimo de llegar a ningún entendimiento con el nacionalismo moderado, entonces, de Artur Mas, se le dio el portazo a un posible Pacto Fiscal,…y así, sin opción de negociar nada, se impulsó la carrera soberanista. El PP, en puro lenguaje marcial, pretendía la sumisión, que eso fue exigir acatar una sentencia inaudita que desautorizaba una ley orgánica aprobada por el Congreso de los Diputados y el Senado, y por referéndum en Catalunya.
El Tribunal Constitucional actuó de tercera Cámara legislativa como quinta columna, del conservadurismo de raíz postfranquista, desde dentro de las entrañas del entramado jurídico que emana de una Constitución que, no se olvide, se hizo a la medida de las salvaguardas exigidas por los poderes fácticos de 1978. Del aparato administrativo de vocación franquista (todos habían jurado fidelidad a los Principios del Movimiento Nacional) y del Ejercito que era fiel guardián de mantener vivo el estado social de guerra civil.
La deriva independentista de Puigdemont, con atraco parlamentario incluido aprobando una ley de desconexión de forma autoritaria es, sin duda, una irresponsabilidad y un atropello. Pero por grave que es, no es mayor que la persistencia de un Rajoy actuando en función de sus intereses ideológicos y contra la racionalidad de una España integrada que, por presente y por historia, es multinacional.
De este enredo se sale con un armisticio político.
En el que el presidente de gobierno no debe de estar, ni ninguno de sus ministros políticos. Quizás alguien del área técnica, o alguien de calado institucional, como la presidente de la Cámara. Eso, en el supuesto de que no se forme una comisión política más amplia.
Por ambos partes muestra de entrar en una nueva etapa. De entrada, paralizar todas las iniciativas judiciales de parte del gobierno de España y dejar en latencia la temida declaración de independencia, de parte catalana.