El soberanismo, y luego el independentismo (conviene esa distinción conceptual si se quieren tender puentes), explosionó cuando el fallo del Tribunal Constitucional (junio 2010), tras el recurso presentado en julio de 2006, por Mariano Rajoy como presidente del Partido Popular. La Sentencia recortaba aspectos importantes, y sensibles para la nacionalidad catalana, del nuevo Estatuto; a pesar de que ya hubieran sido aprobados por las Cortes y por referéndum en Catalunya.
La comunidad pepera culpa del nuevo Estatuto a la promesa que hiciera Zapatero, en un acto de apoyo a Pasqual Maragall, de que el PSOE respaldaría el proyecto de Estatuto que saliera del Parlament. Conformado el Tripartito (2003), comprometido como gobierno de izquierda y catalanista, se propuso redactar un nuevo estatuto. Tras la elección de Zapatero como presidente de gobierno, desde el propio PSOE surgieron voces críticas y el nuevo Estatut, presentado en el Congreso en 2005, sería notablemente recortado. “Al proyecto estatutario catalán lo cepillamos como carpinteros”, se ufanaba Alfonso Guerra sin ningún rubor.
Para el PP, la culpa de la andanada actual la tiene Zapatero. Pero no es cierto. No quieren acordarse de que en la segunda legislatura de Aznar, se impulsaron iniciativas centralizadoras y que marginaban a las minorías nacionalistas, catalana y vasca, de organismos públicos en las que tenían representación desde el inicio de la etapa democrática. Ese viraje de signo autoritario fue la causa de que en el ánimo político del catalanismo, todos menos el PP, ya se estuviera perfilando la necesidad de blindar competencias para que no fueran laminadas por leyes homogeneizadoras contra el autogobierno.
La manifestación contra la sentencia del Estatut (julio 2010) fue la más masiva de las celebradas en Catalunya y fue al grito de “Som una nació, nosaltres decidim”. Desde entonces, cada 11 de septiembre la prensa internacional se hace eco de la desafección de Catalunya con España y del catalanismo, que en estos años ha pasado a soberanismo y a independentismo.
Mariano Rajoy instigador del boicot a los productos catalanes, en 2004, y organizador de mesas petitorias, presentó cuatro millones de firmas, para que el nuevo Estatut de Catalunya se votara en referéndum en toda España (algunos interpretaron como un intento de humillar Catalunya), no ha estado a la altura política. O quizás sí; ha estado a la altura de su herencia de Alianza Popular, partido del posfranquismo y de los reconvertidos en demócratas de toda la vida.
Pensó que el catalanismo soberanista era un suflé que se desinflaría y que las reivindicaciones de Catalunya, de aminorar el maltrato fiscal, formaba parte del tira y afloja del pujolismo. No tuvo, el presidente Rajoy, reflejos ni voluntad de encarar la cuestión. Ni siquiera cuando tras las elecciones de 2012, con un 60 por ciento del parlamento catalán a favor del derecho a decidir, Artur Mas hizo una oferta razonada y razonable de Pacto Fiscal que hubiera encalmado la situación tras la sentencia del Estatut. La respuesta del gobierno fue no escuchar y continuar su erre que erre.
El 9 de noviembre de 2014, la Consulta, con tres respuestas posibles, una de ellas integradora y plausible, fue objeto de querella ante el Tribunal Constitucional contra el parecer de la Fiscalía en Catalunya, y por imposición del Fiscal general. Allí comenzó la deriva independentista de hoy.
Rajoy tiene que irse. Es imprescindible la moción de censura. Una nueva mayoría en Madrid y también en la Generalitat.