No está mal hablar de una nueva Transición porque la actual disociación entre ciudadanía y política tiene muchas semejanzas con la España de 1976. Con las distancias evidentes, en aquel momento el rey Juan Carlos, impuesta la monarquía como forma de estado por el Dictador, asumió la tarea de encauzar el cambio de la dictadura a una democracia para dar respuesta a la voluntad democrática de una sociedad, social y económicamente, madura que vivía auto contenida, siempre con el temor de la represión, mirando a la Europa de las libertades como paradigma de la democracia y de la sociedad del bienestar.
Al otro lado, el inmovilismo franquista. Los que se aferraban ideológicamente al régimen de Franco y otro sector, menos rígido, al que se aludía como franquismo sociológico, que buscaban una apertura sin demasiada radicalidad ni ambición, es decir, dentro de un orden. En la oposición, las izquierdas y humanistas democristianos, grupos liberales y los nacionalistas catalanes y vascos.
Adolfo Suárez, fue el elegido para impulsar la Ley para la Reforma Política que fue la llave legal del camino hacia la democracia. Supo cómo convencer a las Cortes de que la sociedad española no se sentía representada por aquellas instituciones y principios políticos de cuarenta años atrás, y que el País necesitaba una reforma política; aquella frase de «Elevar a la categoría política de normal, lo que a nivel de calle es plenamente normal”. Sin duda, los lectores avezados ya han establecido los paralelismos entre quiénes representan los nuevos inmovilistas del régimen, y quiénes están por la reforma.
Transcurridos cuarenta años desde que se impulsara la reforma política, el régimen político de 1978 ha agotado su recorrido. Hoy, el sistema democrático representativo resulta insuficiente para una ciudadanía que nada tiene que ver con la de hace cuarenta años que, además, ante el descaro de la corrupción en las instituciones y el despilfarro de los políticos, exige transparencia en las instituciones y los políticos, reformas estructurales e incrementar la calidad democrática, la relación de los ciudadanos con la política, a través de nuevos procesos participativos. Se trata de una revolución en el modo de pensar la política.
Podemos, y sus marcas territoriales, se erige como el partido que ha asumido esa tarea. Pero a diferencia de la UCD de Adolfo Suárez, coalición impulsada desde el poder entre quince partidos de derechas y centro derecha, con los socialdemócratas de Francisco Fernández Ordóñez, Podemos se ha formado desde la calle por grupos de izquierdas, entre ellos nacionalistas, que aspiran a alcanzar el poder; en eso se parece a la recordada UCD: sin el poder no podrían sobrevivir. UCD por sus contradicciones, familias demasiado heterogéneas. Podemos, también con profundas contradicciones internas, corre el severo riesgo de diluirse como partido de masas si no consigue cuotas de poder o de influencia en un hipotético nuevo gobierno.
Podemos, además, tiene necesidad de sosiego y estabilidad, evitando unas nuevas elecciones, para darse tiempo para consolidarse como partido. Unas nuevas elecciones abriría la caja de los truenos de las desavenencias a la hora formarse las candidaturas regionales en las que, esta vez, las imposiciones desde Madrid no serían toleradas; con probables consecuencias en sus expectativas de voto.