De UH, el 30.08.14
Si el alquiler de la vivienda propia, o la de veraneo, era un práctica habitual al comienzo de la actividad turística, supliendo la carencia de plazas vacacionales y aportando un extra de renta familiar, ahora se ha convertido en una fuente principal de ingresos para muchas familias que ponen su casa, o segundas residencias, en alquiler vacacional constituyendo un subsector emergente con entidad propia que tiene que considerarse amparado en el derecho del uso y disfrute de la propiedad, reconocido en la Constitución.
Como toda actividad lucrativa, sin embargo, el alquiler vacacional no puede estar en la economía sumergida, sino que debe estar regulado por un estatuto claro que ampare los derechos del propietario, arrendador en funciones de hostelero, y resuelva las problemáticas de su impacto ambiental. Lo primero, debe desarrollarse a través de su regulación, como actividad turística y de calidad, y en cuanto a una fiscalidad razonable, y no leonina como gustaría al lobby hotelero que no querría competencia, ni aunque fuera legal; lo segundo, teniendo en cuenta que en el caso de las unidades plurifamiliares se ejerce mayor presión de uso sobre los servicios comunes, debería establecerse una tasa obligatoria y razonable a aportar a la Comunidad de Propietarios, en concepto de sobreutilización de espacios comunes pero, en ningún caso, exigirse el permiso como pretende el borrador de decreto de desarrollo de la Ley Turística.
Las molestias que afecten a la convivencia como ruidos en horario nocturno, o vandalismo, están suficientemente protegidos por la ley de propiedad horizontal y las normativas de los ayuntamientos. Las infracciones, que están tipificadas como las multas a imponer, deberían exigirse a los infractores por un procedimiento rápido y, en caso de no abonarse, repercutirse en el arrendador como responsable subsidiario a quien, además, habría que exigírsele estar protegido por una póliza de seguros ad hoc.
El alquiler turístico es una tendencia imparable que contribuye a flexibilizar la capacidad hostelera de la isla, permitiendo absorber puntas de mayor demanda sin la urgencia de tener que habilitar nuevas plazas que, en años con decrecimiento turístico, fuerzan a bajar los precios; además, tiene efectos de reparto de la riqueza, aspecto nada despreciable en una sociedad cada vez menos distributiva y con mayor concentración económica