La propiedad del suelo, en España, había sido casi absoluta hasta la ley del Suelo de 1956. Promulgada durante el régimen de Franco, fue la primera regulación propiamente urbanística que se redactó en España, constituyendo un avance revolucionario, en cuanto al estatuto jurídico de la propiedad del suelo y la regulación del crecimiento de las ciudades al considerar el urbanismo una función social. Limitaba el derecho de propiedad del suelo respecto a los usos y transformaciones que se hicieran en él y regulaba el aprovechamiento de las plusvalías generadas. Desde aquella ley, el propietario ya no podría, por el sólo hecho de poseer el título de propiedad de una finca, hacer a su antojo: construir cuánto y cómo quisiera, sino que habría de adaptarse al Plan General Urbanístico que sería redactado por los ayuntamientos.
En cuanto a la regulación de las plusvalías, el aumento de valor debido a la nueva clasificación del suelo que definiría el Plan General de Urbanismo, la Ley del 56 dispuso que hasta un máximo de un 10%, del suelo aprovechable, aquél que era susceptible de lucro, es decir descontado el imprescindible para la logística de la urbanización (viales, servicios públicos, etc), revertirían a la sociedad; a la comunidad cuya decisión administrativa, al fin y al cabo, sería la responsable del aumento de su valor.
La Ley, una de las más progresistas del momento que en pleno franquismo levantó polvaredas entre los propietarios que la llegaron a tildar de comunista, se aplicó de forma sesgada y no pudo evitar la especulación que durante el desarrollismo dio origen al crecimiento anárquico de las ciudades.
La reforma de 1975 intentaría encauzar el caótico proceso urbanístico e introdujo la figura de gestión de planeamiento y la de aprovechamiento medio por el cual las plusvalías del suelo se distribuirían ponderadamente entre los propietarios; corrigiéndose, así, que propietarios afectados por la clasificación urbanística de equipamientos se vieran discriminados, en cuanto al lucro esperable, respecto a otros propietarios del mismo polígono a urbanizar.
Fue, pues, una medida niveladora e igualatoria, de justicia distributiva que repartía las plusvalías entre los propietarios.
La posterior reforma de la Ley de Suelo de 1990/92, retomaba la filosofía inicial impulsora de la Ley de Suelo del 56 y se centraba en su funcionalidad social. Entre otras, aumentaba del 10 al 15 por ciento, y ahora con carácter obligatorio, la cesión de suelo a favor de la comunidad, de manera que los propietarios sólo tendrían derecho a hacer suyo el 85% del aprovechamiento urbanístico.
Esta Ley, sería recurrida ante el Tribunal Constitucional por invadir competencias de las autonómicas, siendo en su mayor parte derogada y solo siguió en vigor en aquellas CC.AA. que hicieron su Ley del Suelo a semejanza de la estatal.
La Sentencia del Tribunal Constitucional (1997) tuvo la virtud de esclarecer la cuestión competencial de manera que, en su parte positiva, reconocía la competencia del Estado para determinar los derechos y deberes básicos, y añadía que (el Estado no era competente para) entrar a detallar las técnicas urbanísticas.
La nueva Ley de 1998, aprobada por el gobierno de Aznar, llenaría el vacío legal dejado por la sentencia derogatoria del 97 y, en plena especulación del suelo, creyendo ingenuamente que al ofrecer más suelo bajaría el precio, declararía urbanizable todo el suelo que no estuviera específicamente protegido, eso es, que no estuviera destinado a otros usos (protección de la naturaleza en todas sus figuras, etc) y, además, en su afán por acelerar el ritmo urbanizador trasladaba la promoción urbanizadora, y ésa sería una medida que resultaría nefasta, a la iniciativa privada; es decir, si hasta entonces eran los ayuntamientos quienes tomaban la iniciativa, ofreciendo polígonos a urbanizar, a través de los planes parciales, ahora cualquier promotora podría proponer una urbanización; incrementándose así la capacidad de iniciativa urbanizadora.
La consecuencia para Baleares ha sido que más del 40% del suelo urbanizado se haya ocupado en estos últimos 10 años.
La nueva reforma de la Ley de Suelo de julio de 2007, establece como novedad más llamativa, que la Administración reservará un 30 % del suelo residencial a viviendas de protección oficial. Esta medida, a tenor de la sentencia de marzo de 1997, pudiera ser contraria a derecho porque concreta el cómo debe de favorecerse la construcción de vivienda de protección oficial, ya que el Constitucional no reconoce como competencia del Estado el detalle de técnicas urbanísticas.
A este respecto cabe comentar que si la ley se hubiera expresado en términos de exigir que las Administraciones reservaran un 30 % del aprovechamiento residencial a viviendas sujetas a un régimen de protección pública, ofreciendo la posibilidad de que fueran las administraciones autonómicas, que sí tienen la competencia del cómo, determinasen las fórmulas más adecuadas, entonces se trataría de una ley básica y cabría dentro del marco constitucional.
Como se ha visto, desde la primera ley del suelo, la tendencia ha sido considerar al suelo, al territorio, desde el punto de vista de su valor para la sociedad, restringiendo, los aprovechamientos urbanísticos privados, al ritmo de la misma evolución de las demandas de la sociedad. En los años cincuenta la cesión obligatoria era simbólica, pues la fijada por la Ley no podría considerarse como tal, al no fijarse un mínimo, sino un máximo del 10%, siempre rebajado, en un momento en que no había escasez de territorio, y en que la población no estaba sensibilizada en cuanto el urbanismo. La reforma de los noventa, cuando la sociedad había ya tomado conciencia de la importancia del diseño urbano y de los equipamientos colectivos, se fijó el mínimo de cesión gratuita en un 15% del aprovechamiento lucrativo; pero, es también cierto, que esta cesión de suelo a la comunidad que se destina para la construcción de zonas verdes y dotación de equipamientos colectivos necesarios para los nuevos residentes, supone, a la postre, un incremento de valor de la propia urbanización. No estaría, así, muy claro qué parte de cesión pudiera considerarse social (a la comunidad) y qué parte correspondería a reclamos publicitarios y estrategias comerciales de venta.
Ahora, la nueva Ley se sensibiliza con la convicción social de que la vivienda deviene uno de los principales problemas de nuestras ciudades y entra en fijar porcentajes de uso residencial destinado a viviendas protegidas. Eso supone una novedad de tanto calado, y significación, como la Ley del Suelo del 56, que aunque nacida en un régimen adicto a los propietarios tuvo la visión, en este tema, de saber legislar para el bien común. Esta Ley, nace con la misma ambición, y es más justa que la anterior, porque por primera vez se establece un mecanismo de cesión gratuita, de una parte del lucro (que la propiedad obtiene gratuitamente, no se olvide, por la reclasificación del suelo) a la sociedad a través de viviendas de protección social que, naturalmente no son gratuitas, simplemente se construyen con un lucro menor. Lo que, por otro lado, es del todo argumentable dado que el suelo, como el agua o el aire, ultrapasa su valor como bien económico privado por ser un bien con una evidente funcionalidad social, y un bien universal.