Desde que se reanudó el año político el país está sometido a un estrés inusitado, solo comparable al verano de 2017 con los atentados de la Rambla y las leyes de conexión que dieron origen al Procés. Aquella locura legislativa, impropia del buen sentido y talante negociador de la Catalunya oficial, inducida por la CUP, los radicales independentistas y socialistas y filo-leninistas, fue impulsada por un Oriol Junqueras dubitativo, mezcla clínica de pasión visionaria y visceralidad de la tierra ancestral. Quien tenga memoria, recordará los momentos previos a la pantomima de declaración de independencia y cómo las crónicas periodistas en off de record se referían a Oriol presionando al presidente Puigdemont para que no defraudara a quienes sostenían la necesidad de un coup de force inapelable.
Muy activo en aquellos años yo afirmaba, como otros y en contra de la opinión de otros también, que al enredo fatal tenía su origen en una decisión del Tribunal Constitucional, que teniendo entonces miembros con mandato caducado, otros de baja y un puesto vacante por fallecimiento, falló en contra de algunos partes y artículos del nuevo Estatut. El recurso de inconstitucionalidad del Estatut había sido interpuesto por el partido popular, ya cuando el texto legal estaba aprobado por las Cortes (Congreso y Senado), refrendado por referéndum en Catalunya y publicado en el BO.E. Recuérdese que eran los tiempos en que Rajoy andaba frustrado por no haber podido tomar el testigo de gobierno de Aznar, y se montaban mesas petitorias contra el Estatut, pidiéndose el boicot a los productos catalanes con significativo éxito.
Tras las urgencias que derivaron de la pandemia y de la guerra de Ucrania y en aparente sosiego, a riesgo siempre de una escalada que de producirse se confía en asimilar y digerir, el gobierno, el presidente Sánchez, ha puesto en marcha la agenda para dar un salto cualitativo en la política interior española, y avanzar hacia un modelo estable de convivencia nacional.
La deriva levantisca del Procés, y el presente y futuro electoral lo irá certificando, no fue tanto una decisión proactiva como reactiva a la sinrazón de una actitud anti política y anti estado de unas ideologías centrípetas que no asumen la realidad multinacional de España. Son nacionalistas al más puro estilo de imperio español, que niegan la realidad nacional de las naciones que, por elección o por conquista armada, conforman la nación española. No puedo ser delicado en esto. Esas ideologías canalizan su política a través del partido popular, que Fraga impulsara con imagen centrista pero desde los presupuestos ideológicos de la antigua Alianza Popular que, no se olvide, fue el partido de la remoción democrática del franquismo “aggiornado”. Esa ideología de la España totalizada tiene dos aliados, los de VOX y los de Ciudadanos que pretenden que Madrid aglutine y proyecte las esencias nacionales de los tiempos gloriosos; como París sintetiza los valores de la Francia moderna.
Para el Sanchismo, como se ha dado en llamar, no sin fundamento en ese contexto de ismos: felipismo, aznarismo, guerrismo, trumpismo, etc., España es una nación plurinacional. Y eso no es una contradicción, porque ya se hablaba de naciones en la edad Media, por ejemplo referida a Catalunya (catalán de nación, podemos leer en algunos cronistas de entonces) y también, se habla de nación, como asimilación de Estado, con el constitucionalismo del siglo XIX cuando las revoluciones de los estados modernos crean el concepto de soberanía nacional para distanciarse de las antiguas soberanías absolutas de los monarcas que, supuestamente, recibían y actuaban como monarcas soberanos por delegación divina.
El sanchismo cree en una España federal. Y como en toda transposición, en España el federalismo tiene que adoptar tintes específicos. España no es una unidad cultural como Alemania, ni un puzle centrífugo como fueran los experimentos en los Balcanes. Ni es una unidad territorial de adición como Estados Unidos de América. La singularidad de un modelo federal para España debe partir del estado autonómico, sin olvidar las realidades jurídicas, esas sí casi federales, de Euskadi y Navarra.
El presidente Pedro Sánchez ha iniciado ese proceso de refundación cerrando las heridas del Procés; que nunca hubiera surgido de no enfrentarse a una cerrazón ideológica y política de la derecha centralista española que, a los largo de los últimos doscientos años, ha adoptado formas y partidos según la situación. Desde el isabelismo a los partidos del turno de poder bajo Alfonso XII y XIII, hasta que este nombró, y facilitó, la dictadura de Primo de Rivera; el franquismo y después los de Alianza Popular y el PP, acérrimos defensores de hasta las comas de la transición.
El realismo político, la radicalización de las ideologías de derecha y la manipulación que pretenden, secuestrando las democracias y la sociedad a sus intereses, exige que las ideologías de progreso se movilicen para mantener la civilización de libertad y bienestar que hemos conseguido con esfuerzo de siglos. Por eso, recuperar la política del hacia dónde queremos ir, por encima de esencialismos delicados resulta lo más importante.
Resolver el frentismo, y en Catalunya donde el Procés ha fracturado angustiosamente, es esencial para la estabilidad española. La grandeza de decisiones políticas de fuste y la aparición de algunos políticos providenciales, permiten que las naciones avancen. Yo me atrevería a establecer cierto paralelismo entre el hoy y el momento cuando Cánovas, patriarca de la Restauración, gestionó los indultos y la reinserción de los últimos líderes del carlismo, dando por zanjada una cuestión dinástica que tildó de sangre y sublevaciones el siglo XIX español.