Mientras en la vida cotidiana estamos, necesariamente, polarizados en esta pandemia que lejos de pararse aumenta, a escala internacional se dibujan las aristas de una nueva globalización.2
La geomorfología política, geopolítica de bloques morfo-culturales, perfila que el futuro de las relaciones de poderes en el concierto internacional, y por descontado en la política en general, serán el resultado de extensos algoritmos de Inteligencia Artificial. Con filósofos interpretadores, como Yuval Noah Harari (Homo Sapiens, Homo Deus, 21 Lecciones para el siglo XXI) que tratan de legitimar, o promover, el final de la autonomía de la humanidad para entregar el poder a las máquinas. Muchos aplauden transferir a la tecnología la capacidad de decidir (el coche autónomo), porque supondría descargarse de responsabilidades personales y morales. El paraíso del capitalismo más extremo: medir a los individuos según su capacidad de eficiencia, es decir, su cualidad de contribuyente. Se busca un cambio de era social: el final del liberalismo.
La doctrina liberal puso al individuo en el centro, y como protagonista de la historia. La persona construye su referente cultural y vital, en contraposición a la dualidad del bien y del mal propagada por las religiones ofrecen un mundo maravilloso de felicidad, pero fuera de este. El liberalismo, la religión moderna (Harari), por el contrario, no promete ningún futuro mágico ni externo a la realidad palpable. Promueve el ejercicio de las virtudes y el esfuerzo individual como medio para alcanzar satisfacciones de felicidad en la tierra; la salvación es la prosperidad.
El individualismo, que arrancó en el Renacimiento alcanzando el trono político con las revoluciones burguesas, se está agotando. Ese culto a la libertad y al poder del libre albedrío se inserta, ahora, en sociedades heterogéneas donde la competencia entre individuos ya no es solo para progresar en la escala social sino, también, para cambiar los paradigmas del sistema. Unos para superar las desigualdades e injusticias, otros para perpetuarlas, y todos ponen en cuestión las propias instituciones que garantizan la estabilidad de las democracias en lo político, social y económico. Y eso, en plena inestabilidad e incertidumbres sobre el futuro que podemos otear. La revolución tecnológica por la que muchos, casi el 40 por ciento de los trabajadores, perderán su trabajo sin posibilidad de adaptarse a la nueva situación.
El capitalismo, en la forma que lo conocemos, impulsado por la iniciativa del lucro individual y la maximación de beneficios, ha corrompido el sistema político y los mecanismos electorales que lo protegen; y contamina todos los ámbitos de la sociedad con gran eficacia; como lo vemos en España, en la que no tenemos manera de librarnos de los peajes de aquella transición tutelada.
En nuestras democracias, votamos a políticos insulsos perfilados para seducir a los electores en el solo momento de la votación. Ya nada se espera de ellos: No hay renovación de ideas, ni siquiera evolución, solo hay reproducción de viejos paradigmas caducados.
La individualidad, la dignidad de la persona, cede sus márgenes de libre albedrío a la Inteligencia Artificial. A algoritmos que actúan evaluando las informaciones que cada uno entrega a las redes sociales, Google, Facebook, etc. Nos conocen y nos inducen a consumir productos y servicios determinados.
Mientras manos negras del mundo nos preparan emocionalmente para un mundo automatizado, es urgente no perder de vista cómo se está reconfigurando la globalización, y tener el coraje de innovar con cambios sustantivos para dar con una alternativa de futuro viable, y menos dura.