Y no es cierto que cualquier régimen electoral sea igualmente válido porque afecta a todos los partidos, los hay ostensiblemente injustos. En Estados Unidos, con sistema mayoritario en cada Estado de la federación, el ganador se lleva todos los escaños en liza y, así, se pudo dar que Trump consiguiera la presidencia cuando Clinton había cosechado dos millones y medio de votos más.
Las elecciones a los parlamentos vasco y gallego ha puesto en evidencia que una ley electoral, en ese caso la exigencia de superar el 5 o 3 por ciento de los votos válidos en cada circunscripción, para contabilizarse en el reparto de escaños, cambia la composición del parlamento. Cuánto mayor sea el mínimo exigido así se corresponde con una mayor o menor representatividad democrática.
Los sistemas mayoritarios, propios de los países anglosajones, arranca en el temprano parlamentarismo británico en el que las ciudades enviaban un representante al parlamento elegido de entre los prohombres con mejores argumentos, intereses o pactos clientelares.
Los estados europeos con historias políticas más complejas y dinámicas se han decantado, por mor de las diversas revoluciones, por la fortaleza democrática y optaron por el sistema proporcional en sus diversas modalidades.
Al comienzo de la Transición el partido de gobierno, UCD, eligió el sistema proporcional modulado por la ley d’Hont, en mi opinión habría que sustituirlo por el método de Saint-Laguë, que mejora la proporcionalidad, y estableció, para el Congreso, listas cerradas y bloqueadas (sin posibilidad de que el elector eligiera orden de preferencia) con lo que se blindaba las jerarquías en lo partidos políticos y, a la postre la partitocracia. Además de esas limitaciones a la representatividad, la circunscripción provincial (distritos electorales muy heterogéneos) añadía un nuevo factor de discrecionalidad, rompiendo la lógica de un hombre un voto. A favor y como factor progresista, probablemente por la imposibilidad de ningunear a la pluralidad política sopa de letras, se estableció el límite del 3 por ciento de los votos válidos para que una candidatura entrara en el reparto de escaños; porcentaje prudente para asegurar una notable representación de opciones políticas pero evitando una excesiva dispersión e ingobernabilidad.
Los estatutos de autonomía, en sus propias leyes electorales, han fijado mayoritariamente mismo el 3 por ciento como límite, como para las elecciones al Congreso, pero lo sitúan en un restrictivo 5 por ciento que favorece a los partidos hegemónicos. La barrera del 5 por ciento es un seguro de vida para los partidos mayoritarios pero, ante todo, es una obstrucción al avance hacia una mayor permeabilidad entre gobernantes y ciudadanía.
En estas elecciones, la restricción del 3 o el 5 por ciento, no han tenido influencia en los resultados, pero sí en cuanto a la representatividad. En Euskadi el límite para acceder al reparto de escaños es del 3 por ciento y, éste, ha permitido que el PP obtuviera un escaño por Guipúzcoa y VOX por Álava, que no hubiera conseguido si la barrera hubiera estado en el 5 por ciento. De modo contrario, en Galicia, Podemos-EU-ANOVA se ha quedado sin escaño en A Coruña y en Pontevedra, como sí les hubiera correspondido si el limite se hubiera mantenido en el 3 por ciento, antes de la reforma electoral de Fraga, de diciembre de 1992, que subió el techo al 5 por ciento, solo unos meses antes de las elecciones a la Xunta, en octubre de 1993.
Saben, los partidarios de la hegemonía política de los partidos, los partidarios de la partidocracia, que tanto un límite bajo para acceder al reparto de escaños, como desbloquear las candidaturas cerradas suponen más participación política de los electores. Por eso se opone.