Los que vivimos en el tiempo en que se redactó la Constitución sabemos, porque se aireaba diariamente en los periódicos, de las tensiones entre grupos y personalidades políticas que intervenían en los debates; sobre qué y cómo debía de incluirse tal o cual precepto en el texto que, se buscaba, habría de reunir la virtud de contentar a unos y otros; evitando el riesgo que a cada cambio de color del gobierno se cayera en la tentación de cambiarlo a su gusto. Debía ser una Constitución que implantara el sistema democrático con todas sus garantías institucionales y cumplir con ciertos requisitos sin los que la Transición impulsada por Juan Carlos I y Adolfo Suarez, y dirigida por ese gran estratega que fue Torcuato Fernández-Miranda, no habría sido posible.
El Congreso que aprobó la Constitución fue elegido con un acusado sesgo conservador, por la Ley Electoral y la propia adjudicación de escaños de la Ley para la Reforma Política (1976), que otorgaba mayor representatividad a las provincias de la España interior, mientras que el voto de las zonas urbanas, culturalmente más desarrolladas en la España atrasada de 1977, valían mucho menos. Los diputados y senadores elegidos en aquellas Cortes constituyentes, que nunca se publicitaron así para que no se pusiera en cuestión, entre otras, la monarquía, podrían incluirse mayoritariamente en el postfranquismo. Concepto vago que se refería a aquella mayoría silenciosa que se había educado y bebido culturalmente de los parafraseos ideológicos de la dictadura de Franco. Esa realidad electoral sociológicamente de derechas tuvo su peso en los debates de la Ponencia Constitucional, previos al redactado final que llegó al Congreso y al Senado.
Con representantes políticos de signo conservador de los de antes, que ni siquiera se habrían abstenido en su condena al franquismo, la operación constitucional tuvo los mimbres adecuados para que el pacto de la Transición fuera posible. Entre adeptos a la herencia del franquismo, demócratas que había hecho oposición, y sufrido cárcel, y la Oposición democrática, se pactó no levantar alfombras ni tocar el statu quo económico y estamentario de los colaboradores con la dictadura. Se facilitó la reconversión de fervientes seguidores de Franco a demócratas de toda la vida. Los nombres de los grandes actores económicos del régimen se reconocen hoy detrás de las grandes empresas y corporaciones; como en la judicatura con sagas de juristas que siendo independientes políticamente, no pueden zafarse de su propia ideología y visión del mundo, y la inevitable personal interpretación de las leyes.
Aquel contrato social, que más bien fue contrato político, garantizaba que España se transformaba en un Estado de Derecho y Democrático, Social; aseguraba la estabilidad institucional, consagrando la Monarquía; satisfacía a los hombres del Régimen que había votado por la reforma, con ese anacronismo de que el ejército sería garante de la unidad española; y daba una respuesta inclusiva a Catalunya y Euskadi, aceptando la legitimidad del foralismo y la autonomía para Catalunya, que ya estaba vigente desde el momento en que se promulgó la Generalitat Provisional con el retorno de Tarradellas, en octubre de 1977.
Han pasado cuarenta años y la sociedad española ha cambiado. Los tiempos de sobresaltos golpistas de los de verdad, con armas y el ejército en la calle, han terminado. Y ahora es tiempo de revisar un texto que tiene importantes lagunas interpretativas y que no ha sido capaz de dar una respuesta integradora al desapego de Catalunya.
(Publicat a Última Hora, el 05/12/2018)