Se percibe en el ambiente que en estas elecciones se debate el futuro de España. Pero no solo por el resultado electoral sino, sobretodo, porque ante la necesidad de ganar están desatándose las peores actitudes demagógicas con toda clase de triquiñuelas, trampas y medioverdades para inclinar el voto. Desde meter el miedo ante el apocalipsis de lo desconocido, como se hiciera cuando la Ley para la Reforma Política (1976) y luego en el referéndum constitucional en 1978, hasta torcer la legalidad con actuaciones judiciales, dudosas en estricto derecho con la Fiscalía a la cabeza, favoreciéndose la deriva autoritaria iniciada con leyes restrictivas de las libertades públicas, como la llamada ley mordaza.
Estas elecciones, antes de suponer el acoso y derribo del contrario, debieran de aprovecharse para reconducir la vía política catalana encauzando la legítima aspiración de la mayoría de catalanes en los últimos cinco años, mayoría revalidada elección tras elección y encuesta tras encuesta, de un nuevo concierto de relación Catalunya y resto de España; sustituyendo al Estatut de 2006 que, modificado por el Tribunal Constitucional, aún no ha sido avalado por el referendo de los catalanes. De sobra es conocido que el quid, y la raíz de la actual deriva independentista, no es otra que la reivindicación de que España, como estado nacional, reconozca la realidad diferencial de Catalunya. No como excepción de privilegio, sino como realidad nacional propia y diferenciada de ese conjunto de nacionalidad española que, históricamente, se fraguó a partir de la sublimación de Castilla como núcleo de una España que se proyectaba como potencia global y que cuajó como entidad nacional moderna desde la primera constitución isabelina.
La revolución liberal del siglo XIX, relativa porque el absolutista Fernando VII, el de viva las cadenas y los Cien Mil Hijos de San Luis que acabaron con el trienio constitucional (1820-23), murió en pleno ejercicio de su poder, como Franco por cierto, dio paso con Isabel II a un nacionalismo español centralista, uniformador e intolerante con la pervivencia de la diversidad foral. Costó tres guerras carlistas que Euskadi y Navarra mantuvieran sus fueros pero al precio, para España, de una paz organizada en torno al poder hegemónico de las oligarquías financieras de familias nobiliarias, de abolengo con lazos exteriores, aliadas con la Corte para impulsar el liberalismo doctrinario que, aún siendo un avance modernizador, necesitaba laminar las diversidades regionales en favor de la uniformidad política y del espacio económico para crecer e imponerse sobre las economías locales.
Los nacionalismos de estado, en su vertiente económica, hoy ya son un rescoldo del pasado superado por la globalización a la que se apuntaron esas oligarquías, antes centralistas y proteccionistas de sus mercados nacionales cautivos, y, ahora, furibundas defensoras de los estados nacionales, y centralizados, para evitar que los nuevos nacionalismos se erijan en defensores de las economías regionales y locales, contra esta globalización hecha a beneficio de nuevas oligarquías transnacionales.
En estas elecciones, la confrontación entre catalanistas, soberanistas, independentistas y federalistas del socialismo del PSC, y los unionistas de Ciudadanos y el Partido Popular se inscriben en esa misma dialéctica decimonónica y con trasfondo global. No solo se trata de una cuestión secesionista, sino de una verdadera revolución política del rol del Estado y la ciudadanía.