Como la película refleja, el héroe del ejército británico Thomas Edward Lawrence tuvo una intervención de primer orden en las revueltas árabes contra el Imperio Otomano, durante la primera Guerra Mundial, y en la fundación de primer estado árabe del rey Faisal en Siria e Irak (1921-33). Seducido por la cultura árabe, que había conocido en sus años como ayudante en expediciones arqueológicas en Iraq y Siria, Lawrence llegó a oponerse a sus superiores por defender que las tribus árabes tuvieran su propio estado soberano.
La magnificencia épica de la película de David Lean, estrenada en 1962 en plena guerra fría, influyó en la opinión pública en un momento de creciente sensibilidad sobre las relaciones Norte-Sur entre países desarrollados y del Tercer mundo, y de mala conciencia occidental por los excesos de la Colonización. En ese mismo año terminaba la guerra de Argelia, proclamándose su independencia de Francia y la revolución cubana alentaba movimientos guerrilleros en toda Latinoamérica contra dictaduras militares y corruptas, al servicio de empresas multinacionales norteamericanas.
En aquel contexto de cambios y convulsiones geoestratégicas, la creación de la OPEP impulsada por Arabia Saudí, supuso un punto de inflexión en el mapa económico del mundo al incorporar a los países árabes como actores fundamentales, por su control de la producción y del precio del petróleo. La causa árabe, en Palestina, y en general su exotismo y el recuerdo de su brillante contribución a la cultura occidental en la Edad Media, ayudaron a que el ámbito musulmán gozara de un cierto halo de romanticismo y de defensa de la multiculturalidad.
Sin duda, el asalto a las Torres Gemelas, los posteriores golpes del yihadismo y ahora, con especial crudeza, el desafío del Estado Islámico y la agresión ideológica al mundo de las libertades y de racionalidad de Occidente, obligan a dejar de ser ingenuos y replantearnos las relaciones interculturales cuando no se establezcan contrapartidas: en libertades y democracia. Las teocracias son inaceptables y menos, que se traten de imponer más allá de sus fronteras.
El mundo occidental como social, política y culturalmente lo entendemos, el de los derechos humanos, la libertad política y la democracia parlamentaria ha sido, históricamente, una creación del cristianismo. Ya desde el primer siglo de expansión cristiana, por su mestizaje con el helenismo, el cristianismo se dotó de racionalidad, buscando explicar la doctrina de Jesús, el Cristo, desde la razón. Insignes doctores y teólogos de la Iglesia, no siempre avanzando desde la lógica de la razón, hicieron posible que el razonamiento perdurara y que la fe no nublara por completo el raciocinio. Cierto que hubieron sombras, nubarrones densos como la Inquisición pero, aún así, en el seno de un catolicismo, en ocasiones opresor, se generó la Reforma de Lutero, que reivindicaba la propia autonomía de pensamiento al margen de los dictados de la autoridad papal, y el racionalismo de Descartes y de Galileo, que explica la eclosión de la Ilustración y al mundo laico, que separa lo religioso de lo público. Ese mundo de libertades y del respecto por el ser humano, no se hubiera podido dar en religiones cerradas, como el Islam.