Un segundo vector, al margen de la imagen del propio don Juan Carlos, es el cada vez mayor consenso social, y político, en que la España diseñada en la Transición ya no da más de sí, y no puede dar respuestas a las necesidades de una sociedad con un perfil demográfico y cultural distinto al de hace treinta y cinco años. Con una media de edad de 41 años, ajena a las circunstancias políticas del post-franquismo, la sociedad española percibe como inevitable la necesidad de un cambio de ciclo político; agotados el juancarlismo y los presupuestos políticos que quedaron sancionados en la Constitución, cuyo valor no se discute en aquel momento histórico.
La viabilidad de la monarquía de Juan Carlos no hubiera sido posible sin un pacto entre la nacionalidad vasca y catalana, duramente maltratadas por el franquismo, en las que habían surgido movimientos y partidos nacionalistas hegemónicos en esas comunidades históricas, y el pronunciamiento del partido comunista en favor del rey y de la monarquía parlamentaria. La Constitución reconocía el derecho de las nacionalidades y regiones al autogobierno, en contraste con el régimen anterior que las ignoraba y se esforzaba en hacerlas desaparecer, por la exigencia de la sociedad catalana y vasca, que no habrían admitido mantener el Estado centralizado; de no haberse redactado una constitución que implantaba el autogobierno de Cataluña y País Vasco, la Transición hubiera sido muy distinta: España estaba abocada a la ruptura con inciertas consecuencias.
Pero no habría sido esta constitución, el proyecto de las sociedades vasca y catalana que, en sondeos del momento, se mostraban abiertamente a favor de un marco federal. Se perdió la ocasión de tener mayores miras y de haber dado verdadera solución a la cuestión regional: se hubiera evitado la confrontación en la que estamos inmersos. La Constitución de 1978, en algunos aspectos como en la redacción del título VIII, estuvo por debajo de las expectativas de amplios sectores de la sociedad: unos porque reclamaban un modelo federal y ampliamente autonómico, y otros que, sin tener una idea tan precisa de organización territorial, sabían que en España no podría funcionar un modelo uniformador. Lo acontecido fue que los compromisos políticos que se asumieron por los grupos constituyentes estuvieron, en cuanto al diseño autonómico, por debajo de los consensos sociales de una parte mayoritaria de la sociedad.
Cuando se afrontó el nuevo diseño territorial, dando respuesta institucional a la cuestión regional latente desde la proclamación de la legalidad republicana y que amenazaba con hacer imposible un consenso constitucional, los constituyentes cedieron más a los actores políticos que habían estado emparentados con el régimen franquista que a la capacidad de la sociedad española para asumir un planteamiento territorial más avanzado.
Una encuesta de la fundación FOESSA, publicada en 1976, sobre las aspiraciones políticas regionalistas, mostraba el siguiente mapa de la sensibilidad regional de los españoles. Mientras que la España central, o más concretamente la España del dominio lingüístico exclusivo del español, a la que habría que incluir Galicia, manifestaba en más de 60 por ciento su preferencia por mantener el estado centralista; en otras regiones periféricas, bilingües, la suma de respuestas que se decantaban por la opción autonomista, federalista o la independencia pasaba del 60 por ciento. Y en términos totales, es decir, contabilizando las respuestas independientemente de su adscripción territorial, solo un 47 por ciento prefería el centralismo, mientras que un 51 por ciento se inclinaba por una opción autonomista o federal.
Cuando Adolfo Suárez fue elegido por el rey para capitanear la Transición, en junio de 1976, tenía plena conciencia que la reforma política debía contemplar el aspecto territorial. La Ley para la Reforma Política, aprobada por las Cortes franquistas el 18 de noviembre de 1976, recuperaría el Senado diseñado con la doble funcionalidad de cámara de segunda lectura y de cámara de representación regional. Una cámara de segunda lectura para atemperar las leyes que surgieran del Congreso de los Diputados; muchos estudiosos afirmaban que la proclamación de la II República no se hubiera materializado con la existencia de un Senado que, con mayor representatividad del voto rural, hubiera impedido que la mayor demografía de las zonas urbanas catapultara el voto republicano hacia la precipitada proclamación de la República.
Y en segundo lugar, una cámara territorial: especializar el Senado como cámara regional habría de institucionalizar los territorios (las provincias, en el Senado de la Ley para la Reforma Política, y las regiones, tras la redacción, aprobación y sanción de la futura constitución). En 1976 había un acuerdo tácito respecto a la necesidad de encajar el Estado unitario con la autonomía en algunas regiones, especialmente Cataluña y el País Vasco pero esa conformidad chocaba con la dificultad jurídica, las leyes de la reforma, y la falta de visión y coraje político para establecer un marco territorial diferenciado y específico para estas nacionalidades; marco que, por demás, se encaró tras las elecciones de 1977: reconocimiento de la especificidad vasca, al extenderse la administración foral de Álava a las otras provincias vascongadas, y de la catalana, al establecerse la Generalitat provisional.
Cuenta Joaquín Bravío (1) que tras la aprobación de la Ley para la Reforma Política, el haraquiri de las Cortes franquistas el 18 de noviembre de 1976, antes pues de las primeras elecciones democráticas, Josep Tarradellas presidente de la Generalitat en el exilio, hizo llegar al presidente Súarez, a través del empresario Manuel Ortínez y éste a Alfonso Osorio, que deseaba colaborar en el proceso democrático español. El Honorable, considerado por una amplia mayoría de los catalanes como representación de Cataluña, estaba dispuesto a renunciar a su republicanismo, a acatar la monarquía y reconocer sin ambigüedades la unidad de España. La historia no se decantó por este ofrecimiento que hubiera supuesto una cierta continuidad histórica con los avances de la II República en reconocimiento regional, y hubiera atemperado y racionalizado el proceso autonómico posterior.
Tras las elecciones de 1977, el Senado elegido presentaba una cierta contradicción respecto a uno de sus cometidos más importantes: resolver la cuestión regional, por cuanto que otorgaba una exagerada sobrerrepresentación a la España menos poblada, y más centralista según la encuesta referida de FOESSA; de modo que se presentaba la contradicción de una cámara con funciones de representación territorial, que implícitamente reconocía pues la regionalización, ocupada en su mayoría por representantes de provincias que no eran partidarias de la autonomía, sino incluso partidarias del centralismo.
Cuenta Joaquín Bravío3 que tras la aprobación de la Ley para la Reforma Política, el haraquiri de las Cortes franquistas el 18 de noviembre de 1976, antes pues de las primeras elecciones democráticas, Josep Tarradellas presidente de la Generalitat en el exilio, hizo llegar al presidente Súarez, a través del empresario Manuel Ortínez y éste a Alfonso Osorio, que deseaba colaborar en el proceso democrático español. El Honorable, considerado por una amplia mayoría de los catalanes como representación de Cataluña, estaba dispuesto a renunciar a su republicanismo, a acatar la monarquía y reconocer sin ambigüedades la unidad de España. La historia no se decantó por este ofrecimiento que hubiera supuesto una cierta continuidad histórica con los avances de la II República en reconocimiento regional, y hubiera atemperado y racionalizado el proceso autonómico posterior.
Tras las elecciones de 1977, el Senado elegido presentaba una cierta contradicción respecto a uno de sus cometidos más importantes: resolver la cuestión regional, por cuanto que otorgaba una exagerada sobrerrepresentación a la España menos poblada, y más centralista según la encuesta referida de FOESSA; de modo que se presentaba la contradicción de una cámara con funciones de representación territorial, que implícitamente reconocía pues la regionalización, ocupada en su mayoría por representantes de provincias que no eran partidarias de la autonomía, sino incluso partidarias del centralismo.