1. Diseño institucional ineficiente.

 

A finales de 2008, finalicé un estudio de cómo podría estructurarse el Senado, que iba a formar parte de la Memoria de Investigación, previa a encarar la tesis. El trabajo se quedó en la parte referida a la propuesta de reforma del Senado, sin que se llegara a desarrollar la parte teórica que enmarcaba el trabajo.

Ahora, me parece oportuno poner el estudio a disposición a pesar de que, sin duda, habría que realizar un ajuste importante en cuanto a la población considerada y los índices de PIB regionales.

De otro lado, tras la la experiencia de la crisis ahora ya parecería asumible una reducción sensible en el número de Senadores y,  por tanto, en la distribución de los escaños. Aún así, me parece válido este estudio para visualizar que en la reforma planteada no se vería afectada globalmente las cuotas de representación política.

Primera entrega.

 

 

1. EL SENADO: UN DISEÑO INSTITUCIONAL INEFICIENTE.

Cuando se redactó y aprobó la Ley de la Reforma Política (1.976) y, más tarde, la Constitución, (1.978), se optó por un parlamentarismo bicameral. La soberanía popular residiría en las Cortes Generales que se conformaban en dos cámaras legislativas que cooperarían en la redacción y aprobación de las leyes y a las que se encomendaba una cierta especialización en sus funciones.
El Congreso de los Diputados tendría la principal iniciativa en la redacción y aprobación de las leyes, por lo que se convertía en la cámara de representación política por excelencia y su composición se diseñó para que fuera lo más fiel posible a la realidad demográfica del país, con la pretensión de que representara, básicamente, al pueblo español en su cualidad de ciudadanos. Siendo así, el factor poblacional era el argumento prioritario de representatividad de la voluntad popular, expresada en las urnas a través de una Ley Electoral que se pretendía adecuada. Aquélla, básicamente la misma que la actual, conformaba la provincia como circunscripción electoral, asignando a cada una un mínimo de dos escaños, cuyo número aumenta según escala de población, de manera que a la provincia más poblada, en datos de 2008, Madrid (6.251.876 habitantes), le corresponden 35 diputados (178.625 habitantes por diputado), mientras que a Soria (94.576 habitantes), la menos poblada, cuenta con solo 2 diputados (47.288 habitantes por diputado), siendo la media española de 129.381 habitantes por diputado. Esta distribución de escaños, según el factor demográfico, favorece, como es palpable, a las circunscripciones menos pobladas actuando en contra de la, pretendida, representatividad poblacional, divisa específica del Congreso por contraste con el criterio territorial que sería el propio del Senado. Esa asimetría en el valor de los escaños, según sea el cociente de población por diputado electo, que llega a su máximo diferencial (3,77) entre Madrid y Soria (178.625/ 47.288= 3,77), y revela cómo la asignación de escaños al Congreso no es en absoluto proporcional a la población.

La segunda cámara, el Senado, equiparable a la Primera, sería, además, cámara de segunda lectura, pero tendría, específicamente, la función de representación territorial. El objetivo era, pues, que ante el supuesto (fallido como se ha visto), de un Congreso representativo de la población en cuanto a ciudadanía, en el Senado, se trataría de representar la territorialidad. Como es obvio, saliendo al paso de la polémica que contrapone ciudadanía y territorios, tanto en el Congreso como en el Senado, se buscaría representar la soberanía popular, a los votantes, en definitiva a los ciudadanos, pero aquí, en el Senado, desde su adscripción a su entidad territorial diferenciada.

En la Ley de Reforma Política, que inició la Transición, el territorio a representar era la provincia, pero, tras la aprobación de la Constitución, con la configuración del estado autonómico, los entes territoriales de referencia territorial pasaron a ser las Comunidades Autónomas, las regiones, sin embargo, éstas, aún no tienen reconocido un estatus de marco electoral perviviendo las circunscripciones provinciales. Persiste, pues, la consideración de la provincia como ente territorial relevante, circunscripción electoral, establecida en la Ley Electoral, de 1.977 que entraría en vigor para aplicarse en las primeras elecciones democráticas, cuando no existían las entidades autonómicas, que definidas las provincias como circunscripción electoral, asignaba a cada una el número fijo de 4 senadores elegidos por sufragio universal y directo.

La Ley Electoral, posteriormente, estableció la elección de senadores autonómicos, elegidos uno por asamblea regional que se incrementaba según la población; de suerte que en la actualidad, y por lo que respecta a los senadores elegidos por sufragio directo, 4 por provincia, por lo que respecta a la provincia de Madrid, tomada como muestra, cada senador electo representa a 1.562.969 habitantes, y si se considera el total se senadores por Madrid, 11, la representatividad sería de 408.185 habitantes por senador. En el otro extremo, está la provincia de Soria, la menos poblada; cada senador provincial representa a 23.644 habitantes, mientras que del total de senadores elegidos por la asamblea regional de Castilla y León, 3, la parte alícuota que correspondería a Soria es irrelevante, estando sobre representada muy por encima de la media española cuya representatividad es de 174.167 habitantes por senador. Así, entre las dos provincias, mientras el diferencial en extensión es de 0,77, (Soria 10.303 Km2; Madrid 8.028 Km2; 8.028/ 10.303= 0,77), el coeficiente de diferencial de representatividad, entre ambas ante el Senado, es de 17,26 (408.185/ 23.644=17,26), por lo que tampoco en el caso del Senado, se consigue una representatividad de los territorios, dado el abrumador desajuste entre los coeficientes 0,77 y 17,26.

Además, en el caso de la Segunda cámara, en cuanto a la representatividad regional, la filosofía de funcionalidad que cabe argüir va más allá de representar la geografía física de las regiones, para reflejar la diversidad regional de España a través de las Comunidades Autónomas, entes políticos dotados de las mismas instituciones básicas que España, en cuanto a estado: Legislativo, Ejecutivo y Judicial (en los términos previsto en la Constitución), de manera que cabe esperar que el propósito del Senado, como cámara territorial, es representar a las Comunidades Autónomas en su sociología específica y diferenciada; siendo, ésta, la adecuada naturaleza de su pretensión de representación de las regiones.

 

Centrados en el Senado, como cámara de representación territorial, interesa reflexionar sobre tres aspectos que caracterizan las actuales polémicas mantenidas entre especialistas, mayoritariamente constitucionalistas, desde el problema de la funcionalidad política, la representatividad y la composición de la Cámara Alta, así como la cuestión de las circunscripciones electorales y la virtualidad de un sistema electoral ajustado a las necesidades del tipo de Senado que se describe.

Como es obvio, no se pretende entrar en la discusión desde planteamientos de derecho constitucional ni desde la particularidad política, bien al contrario, se trata de una aproximación desde la geografía buscando aportar argumentaciones sobre la bondad de consolidar, y abundar, en el bicameralismo puro, en el sentido de igualdad de peso institucional entre las dos cámaras legislativas: Congreso y Senado, a la vez que proporcionar la oportuna representatividad de las regiones, las Comunidades Autónomas, en el Senado, dado que ésta es, constitucionalmente, la cámara de representación territorial por excelencia.

Los constituyentes tuvieron ese acierto histórico de asumir que la sociedad española, las regiones, tienen un alto grado de diversidad, histórica, sociológica y culturalmente evaluable, que hace razonable que a la hora de ensayar una nueva fórmula de estructuración del Estado se recogiera la realidad diferencial de las regiones; al tiempo, y al margen del realismo político presente durante todo el proceso de cambio de régimen, la Constitución también recoge el hecho de España, como nación, término acuñado hace dos siglos cuando nación y estado eran, virtualmente, sinónimos, resaltando la homogeneidad regional, desde el punto de vista de su proyección exterior; es decir, su evidente españolidad, igualmente, evaluable desde parámetros históricos, sociológicos y culturales. Debo decir, a este respecto, que no me parece una contradicción conceptual, acaso semántica, la acuñación nación de naciones, a falta de otra terminología que sea capaz de representar la compenetración entre nacionalismo regional, siguiendo los cánones del romanticismo alemán, y ese otro, nacionalismo de estado, proclamado desde el constitucionalismo cuando la conformación del estado liberal.

Atendiendo a la perspectiva de la funcionalidad y vigencia de las instituciones, y en concreto de las instituciones políticas, Congreso y Senado, cumplen cometidos teóricos distintos y complementarios que se definen con claridad, aunque, seguramente, no se haya expresado un mecanismo perfecto de adecuación que satisfaga la realidad sociológica del Estado en su conjunto nacional y a las Comunidades Autónomas, como Estado, en su instancia regional.

Desde esa doble realidad, nacional y regional, que enriquece la sociedad española, es argumentable que los legisladores que crearon el texto constitucional acertaron, pues, al respaldar el sistema bicameral establecido en la Ley de la Reforma Política, definiendo al Senado como cámara específica de representatividad territorial. Así, en la discusión sobre el tipo de Senado que mejor se adecuaría a las necesidades de España, mientras algunos creen prioritario establecer el sumario de funciones concretas que atribuir a esta institución representativa, para, luego, entrar en los criterios de representatividad y composición, aquí se sostiene que desde la perspectiva del sistema democrático, debe de priorizarse establecer que las realidades primeras de la sociedad, el individuo y la colectividad, queden reflejadas en las instituciones de representación política básicas.

El Congreso y el Senado, responden a esa doble consideración del ciudadano. Por un lado como individuo, indudablemente como persona sujeto de derechos políticos, tiene su cauce de expresión en el Congreso; y el Senado, donde el ciudadano está representado en tanto forma parte, pasiva, del ente colectivo que representa su adscripción a la comunidad, de donde adquiere su personalidad social y que constituye el acervo sociocultural y referente histórico inmediato y, activa, como miembro dinámico en el espacio social, conformando sociedad siendo responsable del futuro de ésta. Sin esta referencia local, geográfica, no podría comprenderse la vocación natural del ciudadano al servicio de la sociedad, ni sus querencias ni arraigos que dan sentido a sus manifestaciones y relaciones con los demás, ya sea en las escalas local, regional, y nacional, en el sentido del Estado. Y, abundando más, no se entendería su vinculación volitiva en el contexto de civilización, grupo cultural o ideológico; me refiero, naturalmente, a esa polémica entorno a las civilizaciones sus coherencias, fracturas y confluencias con las demás.

Así, aquí se toma opción por una interpretación esencialita, conceptual, del Senado como cámara que responde a la representación el derecho político, en nuestro caso, de las Comunidades Autónomas, como hechos regionales distintos, unos de otros, aunque semejantes, lo que les confiere una cierta homogeneidad en relación a otros hechos regionales no insertos en España, como estado. No es el propósito entrar en polémica en torno a los límites, difusos sin duda, cuando se trata de nacionalismos de regiones con pasado histórico institucional; se trata, claramente, de hacer visible una propuesta que se pretende útil, por racional, objetiva e imparcial, que permita avanzar en la reforma del Senado hacia una nueva concepción, de acuerdo tanto a la realidad política española actual como a su proyección futura en el contexto europeo y global.

Establecida esta consideración del Senado como cámara de representación, que recoge el derecho de los ciudadanos en tanto miembros de entes regionales, el segundo problema ha parecido conveniente que fuera el de su composición por encima que el de la funcionalidad diferencial del Senado respecto del Congreso. En efecto, desde esa concepción de derecho de representación de la ciudadanía en tanto que colectivo específico, se trataría de representar a las regiones, en su sociología, de forma fiel y proporcional, al menos análogamente como se pretende en el Congreso, aunque tampoco allí se ha conseguido, siendo la actual Ley Electoral objeto de controversia que no se abordará aquí más que en tanto se refiere, también, al Senado. Así, pues, el problema de cómo hallar una fórmula de composición de la cámara Alta que responda a las regiones, ha estribado en el análisis de la actual distribución de escaños entre las circunscripciones regionales y de la constatación de la actual arbitrariedad que responde a decisiones políticas, hoy desfasadas, basadas en criterios de representación de las regiones endebles y, en todo caso, que nunca han sido asumidos por las regiones que debían sentirse representadas, por el contrario, ya desde la aprobación de la Constitución ha sido, la reforma del Senado, una aspiración que no ha llegado a buen término, seguramente, porque no se ha presentado, hasta la fecha, ninguna propuesta que pretenda la reforma de la composición del Senado desde criterios representativos, objetivos e imparciales.

1.1.1Estado de las autonomías y Senado.

Se pretende reforzar el punto de vista, obvio pero olvidado, de que las instituciones, como el Senado, solo serán operativos si cuentan con el respaldo efectivo, tácito, de sus representados. Dicho de otra forma, si el sufragio universal expresado mediante un mecanismo democráticamente argumentable aporta credibilidad a los parlamentos en el caso de la representatividad, de nuestro Senado, su legitimidad democrática queda cuestionada por la relación asimétrica entre escaños por regiones representadas, de suerte que las regiones menos representativas del conjunto nacional son las mejor representadas en el Senado, como ya se ha indicado en el apartado anterior.

Para corregir esa deficiencia que daña la naturaleza representativa de las regiones se propone acertar en una combinación de criterios, objetivos, suficientemente expresivos de la realidad socioeconómica regional, con la pretensión que las Comunidades Autónomas puedan sentirse representadas y, por lo tanto, la viabilidad política de la Cámara respaldada y justificada, y sus decisiones asumidas sin mayores controversias que las propias de la discrepancia. Hoy, como resulta visible, la composición no democrática, desde el punto de vista de la distribución de escaños entre las Comunidades Autónomas, es la mayor responsable de la escasa credibilidad del Senado, y de que su funcionalidad continúe confusa y dual. Como es lógico, no se podrá dotar de mayor peso al Senado si éste sigue representando mayoritariamente a la minoría social española. La lógica democrática implica que las mayorías que se dan en la sociedad deben, también, ser mayorías en sus cámaras representativas, con la admisibilidad de mecanismos razonables de corrección, siempre desde el punto de vista de la estabilidad y la gobernabilidad; que no contradigan el objetivo primero que debe de ser la fidelidad de representación.

Buscando criterios cualitativos y cuantitativos de objetividad, parece evidente que los criterios principales para radiografiar y aportar el perfil de cualquier sociedad son la población, el medio geográfico y el dinamismo económico. Es sabido que está abierta la discusión en torno a la vigencia y los matices de cada uno de ellos. Respecto al primero cabe entrar en consideraciones de envejecimiento de la población, componente migratorio, y otros. En cuanto al medio geográfico, se entraría en cuestiones de densidad, concentración, vías de comunicación y un sinfín más. Finalmente, por lo que se refiere al dinamismo económico podría entrarse en cuestiones de riqueza en recursos naturales, económicos, financieros, tejido social, imbricación con estructuras económicas mayores, recursos humanos y otra extensa lista de notaciones. Sin embargo, la necesidad de hallar valores, genéricos y fáciles de trasladar a la hora de establecer mecanismos útiles de cara al propósito que nos ocupa, establecer criterios suficientes y clarificadores de dónde extraer una regla de representatividad política, parece que lo idóneo son aquellos indicadores que ya están detrás de las instituciones representativas análogas que pretendiendo ser operativas no responden a las expectativas por la que fueron creadas.

El caso del Parlamento Europeo ha parecido una institución que tras las últimas adecuaciones parece un buen ejemplo de equilibrio entre las idiosincrasias de los estados miembros de la Unión Europea y su nivel de representación en la asamblea europea. Del estudio comparativos entre valores objetivos de los estados miembros de la Unión Europea y los escaños que corresponden a cada uno, en el Parlamento Europeo, se deduce que se han tenido en cuenta tres factores, o criterios, a la hora de asignar la representatividad de cada estado miembro: la población, en cuanto su conjunto; la geografía, la extensión; y la potencia económica, en términos del PIB, producto interior bruto, cuyo peso relativo, en el conjunto de la Unión, se ha traslado, con algunas correcciones a favor de países pequeños, a la cámara europea. En el capítulo correspondiente se ha estudiado esta representatividad, vigente, establecida en la última ampliación, sobre datos estadísticos de 2.005.

Ese mismo mecanismo, de considerar la cesta de los tres criterios, se ha trasladado a nuestro Senado buscando que la participación de las Comunidades Autónomas sea el fiel reflejo de la ponderación objetiva de la población, superficie y PIB regional, de manera que la cámara de representación regional sea reflejo de las realidades regionales, aunque, atendiendo a la continuidad política desde la vigencia de la Constitución, no parecía conveniente una reestructuración del Senado hacia la proporcionalidad estricta, que hubiera supuesto cambios espectaculares respecto a la representación de regiones, ahora sobre representadas, que verían reducidas hasta casi un 40% su representación, o, la nueva representabilidad de otras Comunidades Autónomas, que verían incrementada su representación en cerca de un 35%. Estas traslaciones de representatividad no parecía una propuesta factible que pudiera ser sancionada por el conjunto de las regiones, no solo por la renuncia, por parte de las regiones que habrían de ceder representatividad, sino también por el efecto de polarización que pudiera crearse entre regiones perdedoras en este nueva reparto de influencia y las ganadoras.

El punto de equilibrio vendría dado desde una redefinición de la, ahora sí, funcionalidad del Senado. Se trataría de extender la conceptuación de cámara territorial, que la Constitución le encomienda, a tareas de ámbito europeo de manera que parte de la cuota de representatividad que correspondería a regiones, que ahora están poco representadas, se trasladaría al ámbito europeo mediante circunscripción propia en las elecciones europeas, con lo que el incremento de peso en el Senado se moderaría. Al tiempo, las regiones que pederían representatividad, ésta sería reducida en la mitad, compensando, también a través de la mayor cuota de representatividad por medio de las elecciones europeas en circunscripción nacional, con un mayor peso diferencial respecto a las circunscripciones autonómicas. Por ese mecanismo, que se describe con detalle en el capítulo cinco, se posibilitaría maridar una representación equilibrada de las Comunidades Autónomas peor representadas, al tiempo que se respondería a aspiraciones de aquellas regiones, más dinámicas, que han mostrado interés en tener circunscripción propia para las elecciones al Parlamento Europeo. En el Senado, así reformado, las regiones estarían representadas en cuotas ajustadas al realismo de su peso, demográfico, geográfico y económico sin que, por ello, resulten cambios espectaculares, ni merma de representación entre las regiones ahora muy sobre representadas.

Por último, se reflexiona a cerca del sistema electoral sin entrar por lo que respecta a la elección de los diputados. En efecto, siendo el objeto de este trabajo el Senado en su composición y representatividad era obligado revisar el sistema electoral y abordar la cuestión de las circunscripciones. El hecho de que la circunscripción electoral sea la provincia y no la autonomía, para las elecciones al Senado, la cámara de representación territorial donde deberían estar representadas las Comunidades Autónomas, es una situación anómala. Establecida en la ley de la Reforma Política, la circunscripción provincial, referente territorial anterior a la configuración de las Comunidades Autónomas, no es el marco adecuado para la elección de representantes que deben de trasladar el sentir de las regiones en su conjunto desligados de adscripciones provinciales o de entidades menores. En el estudio se reflexiona sobre esta cuestión y se proponen fórmulas para compatibilizar la deseable vocación regional de la elección de los Senadores y la operatividad del proceso electoral respetándose el equilibrio entre la cuota de electores y población representada por cada Senador, superando asimetrías de representatividad que distorsionan la voluntad del elector.

El estudio se cierra con un capítulo final de conclusiones que resume las propuestas que se aportan y varios anexos que simulan el comportamiento electoral según los distintos escenarios propuestos. En estas simulaciones, es visible cómo, desde el punto de vista geopolítico y de apoyo de los distintos partidos políticos, los resultados no difieren significativamente, en unos u otros casos, más allá de diferencias puntuales que por otro lado, se observan cuando se analizan sucesivas convocatorias electorales.

1.2 El mapa autonómico actual.

La voluntad del constituyente era que el Senado, que en los países bicamerales de referencia se asocia a un cierto elitismo, tanto por la funcionalidad correctora de la cámara Baja como por el mecanismo de elección, de ahí cámara Alta, tenía que reflejar la realidad de las regiones en su unidad geográfica diferenciada: “El Senado es la cámara de representación territorial”, dice el artículo 69 de la Constitución. El texto se estaba, entonces 1.978, refiriendo a una realidad virtual porque todavía no se habían configurado las actuales Comunidades Autónomas y la carta constitucional no se podía referir a la antigua definición regional, heredada del siglo XIX, que quedaba sobrepasada por la nueva realidad ya un hecho de facto, avanzada avant la lettre, cuando se aprueba el Real Decreto por el que se restablece provisionalmente la Generalitat de Catalunya y se reconoce a Josep Tarradellas como presidente, el 29 de septiembre, tres meses después de las primeras elecciones democráticas, el 15 de junio de 1.977.

En efecto, la organización centralizada del estado no tenía en cuenta, desde el punto de vista de la administración política, el hecho regional más que como estructura nominal, siendo la instancia administrativa inmediata, por debajo de la administración central, la provincia, en tanto que las regiones, existentes entonces, eran agrupaciones de provincias que quedaban obsoletas, y superadas, por un nuevo modelo regional impulsado por las regiones históricas, Catalunya y Euskadi principalmente. Cuando se produjo el cambio de régimen la oposición política catalana y vasca, a la que se sumaron otros, condicionaban el respaldo al nuevo régimen democrático a la superación del estado centralista y apostando por un modelo regionalizado con instituciones de gobierno autonómico El referente sería el modelo de administración descentralizado, que va se había ensayado durante la República, en Catalunya, en el que fueron posibles gobiernos autonómicos, con instituciones privativas con capacidad de decisión política, y que se trataría de recuperar y extendiéndolo para aquellas regiones que así lo quisieran. El Estatuto de Autonomía de Cataluña de 1.932 era el precedente cuya viabilidad presuponía una nueva estructuración del estado regionalizado, un modelo de administración regional que con rango por encima de las diputaciones provinciales dotaría a las regiones de personalidad jurídica propia.

La tradición autonomista en España, en aquellos años de la Transición, no iba más allá de Catalunya y Euskadi donde tenía vitalidad y apoyo popular suficiente para que el debate reivindicativo fuera respaldado por el conjunto de la sociedad. En el resto, incluso en Galicia, la otra nacionalidad de las dichas históricas, o en los casos de la Comunidad Valencia o las Islas Baleares las reivindicaciones autonómicas, en cuanto a aspiraciones de instituciones políticas más allá de descentralización administrativa, no iban mucho más allá de cenáculos de la oposición, con poca repercusión pública, que se reconocían en el espejo de Catalunya donde la vitalidad de las reivindicaciones autonómicas y el nacionalismo integrador, que se definía dentro de la pluralidad de España como marco superior, eran propuestas atractivas para modernizar un país que salía del túnel del tiempo de la historia y precisaba sumar esfuerzos para construir una convivencia donde todas las sensibilidades se sintieran cómodas e implicadas para mirar al futuro y construir hacia delante.

La autonomía catalana, durante el tiempo que se había podido ejercer, había producido un acervo importante de legislación propia, de carácter progresista en aquellos años de la República, y en el momento de la Transición la causa catalana levantaba simpatías entre los políticos e intelectuales de la oposición. Esto facilitaría la comprensión hacia el hecho diferencial catalán que, juntamente con Euskadi, no tuvo problemas para que sus reivindicaciones fueran asumidas por las instancias políticas que tenían que conducir el proceso de cambio político, aunque con algunas resistencias, ciertamente poderosas como los restos del aparato franquista, influyente sobretodo entre los militares, y de aquellas regiones, menos desarrolladas, que creían podrían ser discriminadas, económica y socialmente, si prosperaban les exigencias de los autonomistas, versus nacionalistas, en una España muy desequilibrada desde todos los puntos de vista; y principalmente económico con un reparto muy desigual de la riqueza, la productividad y la distribución de la renta.

En efecto, antes de la redacción del texto constitucional las aspiraciones autonómicas de las diversas regiones eran muy heterogéneas. En Catalunya, se había producido el acto simbólico, y que distinguía la naturaleza del autonomismo de los catalanes, de la restauración de la Generalitat Provisional y el retorno del presidente Tarradellas, titular de la institución en el exilio. Esto confería a de las reivindicaciones autonomistas catalanas un carácter de excepcionalidad, pues se trataba de reconocer una realidad histórica, una continuidad en el tiempo, una restauración que, implícitamente, suponía que Catalunya marcaría el paso de cuantas iniciativas en este sentido, de revisión y proposición de iniciativas en la administración autonómica, se hicieran en el futuro.

En las regiones de la España interior, como la futura Castilla-La Mancha, Extremadura, o la, que ahora es, Castilla-León, la preocupación, en cuanto al modelo territorial, era frenar la despoblación y el mayor empobrecimiento que era tendencia manifiesta desde principios de la década de 1.950. En Andalucía, que había sido justamente, calificada como una región del tercer mundo dentro de una España que estaba despegando económicamente, la atención se polarizaba en si el modelo autonómico no acabaría favoreciendo el caciquismo secular y, todavía, era motivo de largas polémicas la cuestión de la reforma agraria tantas veces reclamada.

En un segundo momento, la autonomía no se planteaba como la implantación de un nuevo modelo territorial de estado, sino como una excepcionalidad que se disponía al alcance de las regiones y provincias que voluntariamente se pronunciaran por esa posibilidad, de manera que la reivindicación autonomista de algunas regiones, ya no era discutida como el desideratum de aquellas regiones con sentimiento nacionalistas sino que se asumía como una realidad inevitable y, en todo caso, las reflexiones se situaban en el grado o nivel que era permisible de autogobierno; el debate pasó a centrarse en los criterios y el techo competencial y, en sobre si el modelo autonómico habría de generalizarse, y en qué grado, al resto del Estado.

En el transcurso de aquello primeros años de la Transición, antes de la aprobación en referéndum del texto constitucional el 6 de diciembre de 1.978, la sensibilidad autonomista ya se había asumido, al menos institucionalmente. Efectivamente, después de las elecciones Generales de 1.977, y tras la restauración de la Generalitat Provisional, se generalizaron las Asambleas de Parlamentarios provinciales que pronto se agruparían, con algunas excepciones, regionalmente conformando los órganos preautonómicos, cuya tarea sería, no pocas veces, hacer pedagogía de las bondades de la autonomía y, principalmente, conformar las Comunidades Autónomas. El buen trabajo realizado por aquella primera hornada política, la legislatura constituyente, fue ante todo transmitir los beneficios de la nueva estructura territorial, conformarla y crear conciencia de regionalidad superando, en ocasiones, localismos, provincialismos o insularismos, lo que racionalizó un proceso que algún momento parecía caótico.

El cuadro que sigue, refleja las preferencias de la población española en el tema autonómico en 1.976, según una encuesta realizada por la fundación FOESSA

En el cuadro anterior se observa cómo la vocación autonomista-federalista estaba arraigada en las regiones periféricas de la antigua Corona de Aragón y en Madrid, ciudad ya metrópoli, políticamente más madura que su entrono. En aquellas regiones los que se manifestaban autonomistas superaban o equilibraban con los que preferían un estado centralista. Cuando se toma en cuenta la suma de autonomistas y federalistas, llama la atención la clara actitud de Barcelona, zona catalana-balear, País Vasco-Navarro y Valencia, i el archipiélago canario que disfrutaba de una descentralización a través de los Cabildos, que se decantaban contra el centralismo en una proporción superior al 60%. Si, por el contrario, nos fijamos en las regiones que se decantan por el centralismo, son la España mesetaria, a excepción de Madrid, y las regiones de Murcia y Andalucía.

No hay duda que los políticos de la Transición tuvieron que hacer un esfuerzo notable de pedagogía para convencer de las bondades del modelo autonómico, porque en el trascurso de dos años, el cambio en la conciencia autonómica de las regiones centrales y Andalucía fue espectacular.

Mientras las discusiones sobre las materias que podrían transferirse a las futuras autonomías, competencias exclusivas de las autonomías, compartidas y exclusivas de la administración central, llenaban las páginas de debate de los diarios, el favor popular en torno a la autonomía era cada vez más generalizado, produciéndose manifestaciones populares, atiadas, sin duda, por la desconfianza de los políticos nacionalistas respecto a la sinceridad del partido del gobierno, sobre el verdadero alcance de su concepto de autonomía, de suerte que la conciencia autonomista tomaba mayor fuerza en aquellas regiones que habías vivido este debate durante el periodo republicano. En Catalunya, por descontado, que ya había tenido un estatuto de autonomía en vigor de 1.932 hasta 1.939; en Esukadi, que tuvo su estatuto de autonomía aprobado en 1.936, poco antes de que interrumpiera la normalidad constitucional, por lo que no llegó a desarrollarse; y en Galicia, sociedad entonces caciquil, con su estatuto en 1.936, que tampoco pudo desarrollar, las tres, además, por razones históricas y por tener reconocida una lengua propia, formaban parte de ese selecto club, que irritaba a los otros territorios, de nacionalidad histórica.

En aquella carrera por redescubrir razonamientos que contrapesasen el club de las históricas, otras regiones se afanaron en recuperar la memoria de sus proyectos de autonomía redactados durante la República. En Andalucía se había redactado el proyecto de estatuto de 1.933 que preveía, a su vez, la posibilidad de autonomías dentro de su territorio; en Baleares, en el año 1.931 ya circulaban dos proyectos de estatuto; en Valencia, de 1.931 a 1.937, se redactaron cuatro anteproyectos; en Aragón, con dos anteproyectos en el Congreso Autonómico de Caspe, en 1.936; en Asturias habían existido diversos borradores en 1.932 o en Canarias que, también, dispusieron de su borrador el mismo año. Por lo que se refiere a Navarra, como la provincia de Álava, disfrutaba de una excepcionalidad jurídica, el régimen foral, que fundamentado en derechos históricos, el régimen franquista había respetado en compensación por el apoyo recibido en el momento del alzamiento militar en el 36.

Las restantes regiones, la España interior, no tenían su dibujo territorial tan explicitado, por bien que hacía años que en Castilla (La Vieja) se revindicaba la revuelta de los Comuneros como una seña regionalista. Pero estas convocatorias de memoria histórica no eran sentidas en toda la región, entre otras en las provincias de Santander y Logroño que, sin renunciar a los lazos comunes con La Meseta se consideraban particularmente diferenciadas para poner en marcha proyectos autonomistas propios: les autonomías de Cantabria y La Rioja. Tampoco se reconocía la Región de León y, en concreto, la provincia homónima, origen histórico del que fue Reino de Castilla, que, finalmente, fue incluida en la comunidad autónoma de Castilla-León.

En la medida en que la redacción del texto constitucional avanzaba hasta su aprobación por las Cortes el 31 de octubre de 1.978, se iban filtrando a la prensa los diversos borradores de constitución, artículo por artículo casi, la ciudadanía de las regiones históricas, sus movimientos civiles, sentían la necesidad de hacer oír su voz, y presión, para que las aspiraciones autonomistas no fueran diluidas en el propósito mayor, como era el establecimiento del nuevo régimen democrático. En aquella urgencia, el fervor autonomistas solo adquiría tonos reivindicativos potentes en las regiones mediterráneas, donde se reclamaban estatutos de autonomía con grado de autogobierno; es decir, como una reproducción a escala de la administración central del estado, con un parlamento autonómico con capacidad legislativa, un ejecutivo con un presidente autonómico y un tribunal superior de justicia; el modelo que finalmente se desarrolló.

En Catalunya, la firmeza de la reinvindición autonomista era absoluta, un millón y medio de personas se manifestaron el 11 de septiembre de 1.977, reclamando el estatuto de autonomía. En similares términos ocurriría en Valencia, el 9 de octubre, donde se reunieron medio millón de valencianos o en las Islas Baleares, en Palma, donde unas treinta mil personas, el 29 de octubre del mismo año, se manifestaron por la autonomía. En el País Vasco, ciento cincuenta mil personas se reunieron en Bilbao, y quinientas mil, en el conjunto de Galicia el 4 de diciembre. En Andalucía, reclamando tratamiento de comunidad histórica, entre Sevilla y las otras capitales andaluzas, un millón de manifestantes afirmaron su voluntad autonomista.

1.2.1 Las demarcaciones autonómicas.

Después de que la Constitución entrara en vigor tras el referéndum, 6 de diciembre de 1.978, todas las regiones activaron sus procesos de redacción y aprobación de los proyectos de estatutos, por las asambleas de parlamentarios correspondientes, comenzándose los trámites parlamentarios conducentes a su aprobación como Leyes Orgánicas. El proyecto de estatuto vasco entró primero en el registro del Congreso, horas más tarde el catalán, siendo, así, fueron los dos primeros estatutos en ser aprobados, el 22 de abril de 1.979. El de Galicia tardaría dos años, el 28 de abril de 1.981. Después, todos los demás destacando, por la polémica respecto a qué se hacía con Madrid, el estatuto de Castilla-La Mancha, aprobado el 16 de agosto de 1.982, i el de Andalucía, de 11 de octubre de 1.982, que fue la única comunidad, por la vitalidad reivindicativa de los andaluces, que no estando al grupo de las regiones históricas con lengua propia, accedería a la autonomía por la opción del artículo 151 de la Constitución; que significaba, primero, los plazos para alcanzar los mayores niveles competenciales eran más cortos que los previstos para las comunidades que siguieran, la vía lenta, del artículo 148, i, en segundo, que para la aprobación definitiva del estatuto era preceptivo su aprobación en referéndum. Las últimas comunidades autónomas que vieron sus estatutos aprobados y en constituirse fueron las Islas Baleares y Madrid, el uno de marzo de 1.983 y, la última, Castilla-León al día siguiente, con escaso margen para que pudieran celebrarse, el 8 de mayo, elecciones Locales y Autonómicas.

El cuadro que sigue muestra las regiones existentes en el momento de la Transición y cómo quedaría el mapa autonómico definitivo.

Como se muestra en la mayoría de las antiguas regiones se constituyeron en Comunidades Autónomas conservando la misma demarcación territorial, mientras otras, véase el cuadro siguiente, se vieron recompuestas, perdiendo o aumentando el número de provincias. El procedimiento que se siguió fue el de dar libertad a las provincias, a sus representantes en asamblea de parlamentarios, Diputados y Senadores, para que se pronunciaran sobre la voluntad continuar en el ámbito regional secular o no. Como es natural, las provincias que optaban a un marco autonómico propio, desligado del que proponía la mayoría de los parlamentarios de la región correspondiente, tuvieron que argumentar sólidamente sus pretensiones, se diría soberanistas, acudiendo a los registros históricos, previos a la división provincial de 1.833, poniéndose en cuestión que aquélla hubiera hecho una acertada organización territorial del país.

Finalmente, las prisas por cerrar el mapa autonómico y acabar con las especulaciones de qué provincias se incluirían en tal o cual Autonomía, lo que suscitaba incertidumbre institucional, hizo que el consenso que estaba haciendo posible el cambio político, y había culminado en el texto constitucional, facilitara que a finales de 1.982 se definiera el mapa autonómico. Se trataba de dar coherencia a los hechos geográficos regionales porque los futuros entes autonómicos tenían que conformarse desde una cierta homogeneidad histórica, cultural y sociológica y desde la voluntad de la población, y su sentimiento de pertenecer a un mismo espacio geográfico; aquellos consensos colectivos que, en una extrapolación general, podría asimilarse a la llamada cuestión nacional.

En esa intencionalidad, Albacete (con polémica porque poblaciones como Hellín se sentían más próximas a Murcia, que conformaría su propia autonomía) retornaba a su vocación manchega, donde ya la había incluido la división territorial del conde de Floridablanca en 1.785, y se integraría en la comunidad autónoma de Castilla-La Mancha. Por lo que se refiere a las regiones, entonces, de Castilla La Vieja y el Reino de León, constituyeron la comunidad autónoma de Castilla-León por presiones del partido del gobierno, UCD en aquel momento, que veía cómo la región de Castilla La Vieja, el núcleo de la comunidad castellana, corría el riesgo de quedar excesivamente disminuida, y desmembrada, además de por la rivalidad de Valladolid y Burgos que, para llegar a alcanzar la capitalidad autonómica, podrían llegar a plantear comunidades regionales propias. En efecto, tras ser abandona por las decisiones de Santander y Logroño que constituyeron autonomías independientes, se consideró que las provincias que conformaban la región leonesa (León, Zamora y Salamanca), se integrasen en la nueva autonomía, Castilla-León, no sin las protesta airadas de la provincia de León que mantuvo hasta el final su voluntad de separación (como también Segovia con otras argumentaciones), no así las otras dos provincias de la región leonesa, Zamora y, Salamanca, cuna universitaria de Castilla. De otro lado, la integración de la región leonesa a la autonomía castellano-leonesa centraba, geográficamente, a Valladolid que tenía, así, abierto el camino para convertirse en la capital autonómica.

La conformación de la nueva comunidad autónoma de Castilla-La Mancha, sin la provincia de Madrid (que, entonces, estaba incluida, junto con Toledo, Ciudad Real, Cuenca y Guadalajara, en la región de Castilla La Nueva), y con la inclusión de Albacete, superadas las disidencias de ésta y Guadalajara, obedecía a razones de geoplanificación estratégica para evitar que Madrid siguiera ejerciendo de polo de atracción económica, creciente desde la mitad de la década de 1.950, y continuara el despoblamiento de las provincias limítrofes, sobre todo, de Extremadura y las provincias castellanas de la Meseta sur.

Ciertamente que la España de la Transición era un país muy desequilibrado económica, social y culturalmente. Los índices de alfabetización, desarrollo económico, renta,…justificaban que se hablara de dos Españas: el Norte y el Sur. Además de los contrastes demográficos: la España interior, rural, y la periférica en proceso de urbanización; el País Vasco i la zona mediterránea, con los núcleos de inmigración en Catalunya a partir de finales de la década de 1.950, y las zonas turísticas a partir de mitad de la década de los sesenta. Se sumaban, así, dos fenómenos que agravaban y extremaban las diferencias regionales: el despoblamiento y envejecimiento en las zonas rurales a favor de las ciudades, con inmigraciones masivas y los problemas sociales correspondientes, que afectaba a todas las regiones, respectos a las zonas más dinámicas, y las migraciones de las regiones de la España interior hacia las regiones de la periferia, con la excepción de Madrid, la ciudad y su cinturón de poblaciones cercanas, que crecía desmesuradamente.

A pesar de que el modelo territorial de las autonomías, con descentralización administrativa y política se tomó desde la exigencia política, no hay duda que, desde el punto de vista de gestión económica, ha resultado la mejor apuesta para el desarrollo equilibrado de España y para una mayor igualación de la renta, propósito de todas las divisiones territoriales que se proyectaron en el pasado. La nueva apuesta de administración territorial, siguiendo la pauta de las anteriores, tuvo el acierto de organizar el territorio desde la tradición histórica, al tiempo de sobre una apuesta de futuro, con la visión de que los nuevos ejes de desarrollo intrincados en la economía internacional, exigía que las nuevas comunidades autónomas contaran con una cierta masa crítica de recursos que permitiera una relativa viabilidad de autonomía y gestión

Al margen de opiniones, y de planteamientos ideológicos partidistas, desde un punto de vista objetivo, la división administrativa en las actuales Comunidades Autónomas resulta muy coherente con la sociología presente, con las realidades y flujos económicos y con la historia pasada y centenaria. Y, esa opinión, se deduce también del testimonio secular que han expresado las distintas propuestas de organización administrativa del Estado, desde el siglo XVIII hasta la división provincial de 1.833. En todas ellas, son visibles ciertas unanimidades, en sus divisiones regionales, y algunas discrepancias que no hacen sino dotar de sentido controversias territoriales cercanas y, aún, actuales. Parece, pues, útil un breve recorrido histórico para ilustrar el tránsito y solidez de la actual división autonómica y, en todo caso, para proporcionar puntos de reflexión sobre algunas decisiones, de entonces, que hoy parecen seculares.

1.2.2 Continuidad histórica en la ordenación territorial.

La mayoría de las Comunidades Autónomas coinciden con las antiguas regiones creadas cuando la reforma provincial de Javier De Burgos, en 1.833, excepto por lo que se refiere a las regiones de la España interior que, secularmente, formaban parte de la Corona de Castilla. Con la excepción de de Extremadura, los territorios de la Meseta no habían conseguido conformase como hechos subregionales significativos, al margen de algunos sentimientos comarcales, y, desde luego, en absoluto comparables a la personalidad histórica, y diferencial, que era patente en los antiguos reinos de la Corona de Aragón. La división regional que agrupaba las nuevas demarcaciones provinciales de 1833, al no poder apoyarse en precedentes anteriores, era, ciertamente, arbitraria pero fue notablemente racional y modernizadora, en lo que se refiere a su objetivo de articular el territorio español en unidades relativamente homogéneas en población y características socioeconómicas, facilitando su administración e iniciativa de instituciones que facilitaran su desarrollo.

Los proyectos precedentes de división territorial, tanto el del geógrafo mallorquín Felip Bauzà en 1.813, por encargo de Joseph Bonaparte, como el de Floridablanca, tampoco habían conseguido plantear una demarcación territorial satisfactoria por lo que respecta a la España mesetaria. Sí, en cambio, todos ellos, tenían claro que los antiguos reinos de la Corona de Aragón (Aragón, Catalunya, València y las Illes Balears), como las forales Navarra y las provincias vascas, y, también, Asturias y Galicia, conformaban unidades históricas indudables y, por ello, preveían respetar sus límites territoriales históricos.

La explicación habría que buscarla en que los territorios de la antigua Corona de Aragón, los reinos que la conformaban, disfrutaban de un pasado político independiente (como reinos autónomos), durante la edad Media y hasta la llegada de la dinastía de los Borbones; con una administración propia y privativa, en cierta medida confederal. Navarra, por su lado, y las provincias vascas, también territorios forales, no había perdido su independencia fiscal respecto el Reino de España, conservando sus fueros tradicionales cuando la reforma de Javier De Burgos. En tanto, los territorios de la antigua Corona de Castilla, solamente las regiones periféricas se percibían como unidades territoriales claramente diferenciadas: Extremadura i Andalucía, como tierras de conquista, y de tardía incorporación a Castilla, y Asturias y Galicia, aisladas geográficamente y cuna de la Reconquista, eran sin duda, singulares y diferenciadas. El resto, la España mesetaria, a pesar de que pervivían indudables rivalidades comarcales y territoriales, fruto de las diversas etapas del largo proceso de la Reconquista, no se percibía, en el siglo XVIII y XIX, que tradicionalmente se hubieran formado realidades territoriales solidamente diferenciadas.

Así pues, la división de 1.833 respetó los límites territoriales de los antiguos reinos medievales por lo que respecta a las regiones mediterráneas y el Norte, mientras que en la Meseta, la nueva división territorial, a pesar de que intentó respetar el pasado histórico, creó regiones artificialmente como Castilla La Vieja y Castilla La Nueva, o la región de Murcia, reuniendo las provincias de Murcia y Albacete.

Cuando se definió el Estado de las Autonomías, para las regiones que en 1.833 se habían creado sobre una fuerte base histórica, no había dudas sobre cuál debía ser su marco territorial. No así las demás. En la región de Murcia resultaba evidente que provincias tan dispares como Murcia, mediterránea, y Albacete, que continuaba geográficamente las llanuras de La Mancha, no tenía sentido que conformasen una misma comunidad autónoma. Como, tampoco, para Santander, históricamente puerto de exportación de la lana merina de castilla, durante la edad Media y Moderna, no tenía, en 1.978, sentido encajarse en una macro región castellana que, geográficamente, está asentada en la Meseta del Duero con vocación geoestratégica hacia el centro.

La gran perjudicada sería la región de Reino de León que agrupaba las provincias de León, Zamora y Salamanca. La región, creada por la división de De Burgos, conservó el nombre del antiguo Reino de León, separado del de Castilla hasta que Fernando III, en 1230, consiguiera la unificación política definitiva. A pesar del tiempo transcurrido desde la unificación de los dos reinos, los recuerdos de haber formado parte de territorios rivales persistieron a lo largo de los siglos, así que Felip Bauzà en su división territorial( 1813), ya recogió esta dualidad regional de la Castilla superior al definir dos regiones: la del antiguo reino de León, del cual desgaja Asturias, y la del reino de Castilla, que denominó La Vieja, en oposición a la nueva región de Castilla La Nueva. La posterior, y exitosa, división territorial de Javier De Burgos consolidaría esta dualidad territorial en la Meseta del Duero, persistiendo las dos regiones hasta la configuración autonómica.

Cuando, finalmente, se definió la nueva estructura territorial de España en Comunidades Autónomas, la constitución de la comunidad autónoma de Castilla-León se hizo sobre la unión de las dos regiones tradicionales, León y Castilla La Vieja, de las que se escindirían, la referida Santander, para formar Cantabria, y la provincia de Logroño, creando la comunidad autónoma de La Rioja; nombre tradicional de otras comarcas ribereñas del río Ebro, que no forman parte de la misma provincia.

La otra Comunidad Autónoma de regionalidad exnovo, fue la creación de la comunidad autónoma de Madrid. La región, uniprovincial, por su peso económico, social y político conformaba una isla fuertemente desarrollada en un entorno en declive demográfico y económico. La planificación territorial aconsejaba que, para equilibrar la región geográfica de la Meseta Sur y garantizar el éxito de la nueva realidad autonómica castellano-manchega, resultaba necesario que la macrocefalia de la capital española no pudiera engullirse el desarrollo coherente de la nueva Comunidad de Castilla-La Mancha, lo que, sin duda, ocurriría si Madrid se inscribiera en la región de la castellano-manchega, ya que ninguna de las capitales provinciales limítrofes podría competir en ningún aspecto con la Capital.

El cuadro que sigue visualiza este desequilibrio se describe cómo las dos regiones del sur de Madrid estaban perdiendo población en ratios escandalosos, mientras que Madrid ganaba, casi, en la misma magnitud.

Resultaba evidente, pues, que de inscribirse Madrid dentro de la región castellano-manchega, aquélla se habría convertido en la capital, con todas las implicaciones geopolíticas correspondientes. Por otro lado, era visible, en 1.978, que el hecho de la capitalidad del Estado estaba en el origen del extraordinario desarrollo, de Madrid, el centro en un entorno de desierto económico. En aquella España del final del franquismo, solo Euskadi, Catalunya y Valencia (que comenzaba su despegue industrial, desde la instalación de la Ford en Almusafes, 1.974, y el turismo en Benidorm), eran áreas de creación de riqueza con cierta envergadura. Madrid constituía un foco de dinamismo exótico, rodeado de un vacío económico impresionante donde sobresalían algunos polos económicos muy sectoriales de mediana dimensión y ligado a la automoción; Valladolid, con el motor de Renault, Guadalajara y Toledo con menor entidad. Madrid, sin duda, debía de ir sola en esta nueva propuesta territorial: como distrito federal en un estado que no se definiría como federal, finalmente, se constituiría como Comunidad Autónoma.

La idea de singularizar el hecho socioeconómico de Madrid y segregarlo de su región geográfica no era nuevo. Ya había sido previsto cuando la nonata división de España en Departamentos, siguiendo el modelo de Francia, cuando la ocupación napoleónica. La división de José María De Lanz en 1.810, establecía una prefectura para la región de Madrid, mucho más reducida que el territorio actual de la Comunidad, que comprendía el gran Madrid actual, incluyendo Alcalá por el Este, y al Sur y al Suroeste, Alcorcón, y la Sierra, al Norte.

La Comunidad de Madrid se constituiría sin ninguna tradición anterior pero obedeciendo a necesidades logísticas de la nueva apuesta territorial que, como toda nueva organización, ésta, la España autonómica, pretendería articular el territorio y equilibrarlo económicamente con la misma ambición que había tenido la ordenación territorial de 1.833; en aquélla, con la creación de las provincias, y las diputaciones, y con los gobernadores civiles, como órganos delegados del gobierno central.

1.2.3 Reordenar para un desarrollo equilibrado.

La pretensión de la división provincial del siglo XIX había sido crear unidades administrativas coherentes socioeconómicamente de manera que pudieran tratarse, y considerarse como unidades de actuación, a la hora de planificar su desarrollo interior y su interrelación con las demás provincias; estableciendo así, mercados interiores, potenciando los tradicionales y locales, y ordenando marcos de relación más amplios. Había, pues, un componente geoestratégico al agrupar provincias en regiones que, a pesar de no constituir estructuras administrativas, sí que representaban espacios de desarrollo de referencia, útiles para conformar ámbitos sociológicos, a la postre, políticos y de convivencia.

Cuando el proceso de conformación del Estado de las Autonomías comenzó a tomar el aspecto definitivo, Madrid, estaba claro que debía de tratarse con excepcionalidad. No había razones de tradición histórica para desligar a la Provincia de su entorno geográfico, Castilla La Nueva desde que se dibujara en la división provincial de 1.833, pero, como ya se ha dicho, había que minimizar la gravitación que ejercía demográfica y económicamente sobre las demás provincias limítrofes. Se trataba, pues, de reequilibrar el territorio y dotar a las provincias que orbitaban Madrid de un instrumento, la independencia política de Madrid, un gobierno autonómico propio que pudiera poner los cimientos para desarrollar la región del sur, Castilla-La Mancha, y que, ésta, tuviera opciones de contrapesar el centripetismo que caracterizaba a Madrid. Castilla-La Mancha nacería sin Madrid y con capital en Toledo por razones de historia, sin duda, pero también con la mirada puesta en que su proximidad a la macro capital hiciera viable que inversiones atraídas por la capitalidad del Estado recalaran en este nuevo polo de desarrollo, que estaría amparado en alicientes y el prestigio de la nueva capitalidad autonómica.

El acierto de la exclusión de Madrid de la comunidad castellano-manchega es evidente. Sila Comunidadde Castilla-La Mancha, las provincias limítrofes, habían estado perdiendo población desde los años sesenta, a mediados de los ochenta se invertía la tendencia. Para Madrid, también, el éxito ha sido notable. La comunidad madrileña ha llegado a cotas espectaculares de crecimiento, todavía, en buena medida motivado por ser la capital administrativa del Estado y los efectos de capitalidad pero, aún así, no hay duda que el tener como ámbito territorial solo la propia provincia, sin responsabilidades más allá, ha permitido que sus esfuerzos se concentraran en tomar posiciones a nivel internacional y adquirir personalidad y arraigos propios.

La creación del Estado Autonómico, además de responder a las aspiraciones de buena parte de la ciudadanía española, daba cierta continuidad histórica al régimen democrático republicano al recoger, implícitamente, los avances en materia regional que se habían puesto en práctica en aquel periodo. La filosofía del título octavo dela Constitución, referente a la organización territorial, no solo reconocía y respaldaba el hecho diferencial de algunas regiones con sentimientos nacionales propios, sino que, también, instauraba un nuevo sistema de administración del estado en que éste se organizaba compartiendo el poder con una nueva instancia intermedia, entrela Administración Centraly las Administraciones Locales, la escala regional. El Estado de las Autonomías, además de responder a criterios políticos e ideológicos, al generalizarse, puso al alcance de todas las regiones un instrumento político de gestión política, con responsabilidad exigible electoralmente, que habría de permitir el desarrollo regional como nunca antes se había producido en el pasado. Así, el convencimiento de los escépticos se hizo argumentando que disponiendo de capacidad de decisión y recursos, cerca de la ciudadanía, se daría una mejor y eficiente asignación de los recursos humanos y económicos, en beneficio del desarrollo regional, lo favorecería el crecimiento armónico interregional y un mayor equilibrio en el reparto de la renta nacional.

La nueva estructura territorial de 1.978, como para el redactor de la división provincial de 1.833, tenia por objeto final el desarrollo del territorio y, a la postre, la mejora de la calidad de vida de la población. Si para aquéllos, los ilustrados del siglo XIX, se trataba de conformar una España desde la visión de la Corteprogresista madrileña, ahora, para los redactores de la Constitución, el progresismo estaba en el reconocimiento de las particularidades de las regiones, cultura, lengua, tejido socioeconómico, de manera que afirmando sus identidades, había de ser más fácil y rentable incorporarlas al quehacer y a la tarea de fortalecer el Estado, la diversidad regional en lugar de pretender la uniformidad, que se había mostrado disgregadora a lo largo de la reciente historia de España. La nueva planta autonómica consolidaría el reconocimiento sociológico, peculiar, de cada región como activos en esta ambición política de desarrollo y lo hizo por medio de transferir poder efectivo a las regiones contra una concepción centralista que acumulaba fuertes deseconomías tanto en recursos humanos, económicos y financieros, como en capital político.

En el siglo diecinueve se trataba de dar el salto del estado semifeudal del Antiguo Régimen, al estado de las nuevas libertades proclamadas enla Franciarevolucionaria que aquí no llegarían hasta mitad de siglo. Entonces, era precisa una nueva administración con criterios ilustrados, y centralizada, que interfiriera jerárquicamente la presión de los estamentos sociales en aquellos territorios que, bajo el caciquismo y al cobijo de los poderes locales, impedía la homogeneización del espacio económico; imprescindible para la movilidad de capitales y empresas y de iniciativas de progreso sin las cuales no podía desarrollarse el país.

Hoy, cuando estamos inmersos en la polémica de la necesidad de reformar el Senado, nos hallamos ante la percepción de que se trata, también, en buena medida, de rehacer el pacto territorial modificándolo en el sentido de dotar de representatividad real, ajustada a la realidad sociológica, a cada Comunidad Autónoma de modo que las regiones se sientan reflejadas en la cámara Alta y la consideren representativa y, por lo tanto, se sientan involucradas en sus decisiones. El Senado debe convertirse enla Cámaraque, por representativa de la realidad regional del País, asuma plenamente el desarrollo regional desde criterios de progreso nacional en su conjunto, superando la situación actual en que las regiones, que no se sienten representadas según su peso real, no consideran que las hipotéticas decisiones dela Cámarase decidan democráticamente, por lo que, so pena de rebeldía institucional, no se abordan cuestiones de relevancia.

En suma, ha llegado el momento de encontrar la nueva fórmula por la que las Comunidades Autónomas estén representadas conforme a su peso real en el conjunto español con, el primer, propósito de corregir una anomalía partidista, preconstitucional, que pervive desdela Leydela ReformaPolíticay, segundo, diseñar un sistema eficaz de interrelación y corresponsabilización de las instituciones políticas centrales y las regionales. Se trata de seguir el proceso de reforma territorial, iniciado con la división provincial del siglo XIX, que integró la geografía española en una unidad política solidamente estructurada y con capacidad de interlocución política y económica a nivel internacional, y adaptarla a la nueva realidad, global, visible y previsible en el futuro; donde su complejidad hace que la escala administrativa regional se convierta en la más adecuada, para la gestión de las cuestiones de ámbito regional, económicos, sociales y políticos, pero también, y en coherencia con ese mercado mundial, como agentes activos de posicionamiento internacional, sumando esfuerzos por situar a España entre las potencias de referencia.

Fin de la primera entrega

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