Más democracia no es populismo

Estoy leyendo artículos en los que se trata de ingenuos a quienes estamos por una mayor transparencia en la elección de los representantes políticos y de los dirigentes de los partidos, como también en la necesidad de incorporar procesos participativos complementarios al de las elecciones a las Cámaras representativas. Argumentan, quienes están por mantener las jerarquías piramidales, que otorgar más poder a los ciudadanos acarrea el riesgo de populismos que significa maximizar mensajes políticos en función de su sintonía emocional con el momento social. Quienes así se manifiestan piensan en Podemos, soslayando que ese mismo proceder es común en los partidos tenidos por sólidos y bien pensantes.

Para seducir al funcionariado y a colectivos proclives al voto conservador, antes de las elecciones, el partido popular incrementó el gasto público aumentado el déficit que nos costará más reducir y que ha estado a punto de costarnos una multa que, ahora, amenazan con ponernos si Rajoy no consigue volver a gobernar.

Voceando que la crisis era cosa del pasado, el gobierno popular transmitió aquello que la gente quería oír y creer: que la recuperación era un hecho y que la buena coyuntura económica no tiene que ver con circunstancias externas: la contención del precio del petróleo y los bajos tipos de interés que abaratan la factura de la deuda, sino con la solidez de nuestra economía. Tras largos años de privaciones y pesimismo, los ciudadanos queremos ver la parte amable y no la pobreza, ni las chozas junto al cauce de la Riera. Los ciudadanos necesitamos creer que vamos bien y el PP en la campaña electoral nos proporcionó esa ilusión.  Eso, sin duda, sí es populismo.

El populismo, en esa acepción política a que me refería, se identificaba muy bien en personajes como Boris Yeltsin, que llevó a Rusia a la deriva hacia ninguna parte prometiendo libertad y democracia sin proyecto ni contenido. Su populismo de vacíos alimentó y presagiaba el advenimiento de un liderazgo duro que sería nacionalista y autoritario y, siguiendo la tradición zarista, imperialista. Ese es Putin, al que le viene muy bien la deriva islamista y dictatorial de Erdogán, y que se coronaría como nuevo interlocutor regional-continental si Donald Trump fuera elegido presidente. El uno y el otro tiraron de populismo para alcanzar sus mayorías parlamentarias, pero no todos los populismos tienen el mismo valor o son el resultado de una exaltación puntual.

Lo del Brexit tiene  todas las características de un voto de contestación ante la tibieza con que el gobierno británico ha estado manejando la cuestión europea: nunca tuvo una actitud de construcción sino de contemporización, de estar entre el sí y el no con el proyecto europeo: No sé si irme o quedarme, así que amenazo y  ¡a ver qué saco!

Pero en España, la irrupción de los nuevos partidos, movilizando contra la mastodóntica maquinaria electoral de los partidos de siempre, obedece a un meditado hartazgo de los electores contra esa automatización del trabajo político y desprecio por la voluntad de los electores una vez se consiguen los escaños. Rebelarse contra esa instrumentalización de la ciudadanía es compromiso pero en absoluto populismo por mucho que puedan filtrarse aspiraciones poco realistas y algún sueño o proyecto descabellado.

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