Aunque sin demasiado ruido, el partido popular afronta el reto de su renovación ideológica. Tras el cambio generacional en la dirección del partido, en junio de 2015, corresponde ahora que el partido popular actualice su posición ideológica y se fortalezca en coherencia ante las decisiones que tendrá que tomar en el nuevo tiempo.
El paradigma político internacional que está impulsando el presidente Trump, y la nueva Europa post-brexit, va a obligar a España a posicionarse como país y al PP, como partido de gobierno, a mostrar coherencia y fortaleza ideológica. De un lado, habrá que exigir del PP claridad de filosofía política para no perderse en ese barullo de decisiones populacheras e inconsistentes que impulsa el presidente norteamericano; del otro, solidez ideológica, para reafirmar su vocación de representar al centro derecha, el espacio político natural del partido popular, pero también integrando a un liberalismo eficiente y social, crítico con el neoliberalismo socialmente irresponsable, que puede establecer muchas coincidencias con el regionalismo integrador.
Ahora que el PP, con el definitivo alejamiento de Aznar, se ha liberado del corsé programático del pasado tiene la oportunidad de dar por terminada su relación umbilical con la herencia franquista, cobijada desde Alianza Popular, dando el salto a la renovación ideológica y a la plena asunción del texto constitucional que tanto empeño se muestra en defender. En ese sentido, cabe exigir del partido popular reflexiones importantes y, en su doctrinario, precisiones como la dejar de ser un partido confesional cristiano, que resulta anacrónico para un partido de masas, y sustituir la referencia por la reafirmación en los valores liberales y democráticos de las sociedades occidentales, que tienen su origen en la doctrina cristiana.
En la cuestión territorial, ya es hora que el partido popular asuma plenamente el estado autonómico, incorporando a su léxico conceptos como nacionalidad, y dejando de temer a regionalismos y nacionalismos que, siendo indudablemente expresiones de identidad histórica y aún de hecho nacional, históricamente no se oponen a la entidad de España como nación política, sino que tratan de configurar otro modelo de estado.
Sin duda, el desafío de la legislatura es Catalunya. Las torpezas de sus aliados han empujado a Puigdemont a un camino sin salida institucional y de difícil resolución política que habrá de concluir en un adelanto electoral. Pero Rajoy, el Estado, con la obligación política de gobernar también para las aspiraciones de casi la mitad del electorado catalán, que quiere la independencia, y de otro treinta por ciento, que quiere que se convoque un referéndum, tiene que proponer un pacto de solución aceptable y sostenible en el tiempo.
El partido popular tiene ahora la oportunidad de modernizar su discurso territorial reconociendo lo que es evidente, y la historia constata, que España es una estado plurinacional donde el reconocimiento de las naciones históricas no entra en conflicto con la unidad nacional. La solución es posible y está ahí.
Un Congreso popular cerrado en falso, de asentimientos y compromisos, postergando para otro momento su clarificación ideológica, solo prolongaría la interinidad de la actual hegemonía popular a la espera de que sus adversarios despejen sus dudas y ofrezcan proyectos políticos de credibilidad de gobierno.