Las cuestiones políticas de Aznar.

                                                                   

 En esta sociedad postmoderna caracterizada por la multiplicidad de los centros de poder y actividad y por el desinterés hacia  un discurso histórico que nos sitúe y nos dé perspectiva de pasado, y por consiguiente de futuro, nos hemos acostumbrado a experimentar un presente perpetuo aceptando que nuestra actuaciones se ajusten a intereses inmediatos respondiendo reactivamente, es decir con escasa reflexión, a las cuestiones personales, sociales que demandan de nuestra decisión. Nos hemos acostumbrado a aceptar el discurso teórico imperante  como si se tratara de montar un rompecabezas, una especie de mecánica combinatoria, donde todas las opciones son cerradas y la única originalidad está en cómo se estructuran las diversas opciones. Y hemos generalizado un consenso cultural en que son imposibles consensos particulares, sobre cuestiones concretas, aceptando pues, que las relaciones culturales mediatizadas por los medios de comunicación, y las sociales, económicas y políticas tienen su justificación primera en las relaciones de poder que puedan establecerse. La consecuencia más evidente la vivimos en el descenso del nivel de finura, cultural, intelectual, de capacidad de diálogo. El hombre masa, nos relata Ortega y Gasset, es aquel que sabiéndose vulgar proclama el derecho a la vulgaridad. La consecuencia, en esta perspectiva, es la dificultad de avanzar en nuevos paradigmas, nuevas ideas que reformulen los apriorismos de nuestra convivencia.

El periodo político que terminamos marcado, por primera vez en decenios, por la voluntad de repensar los lugares comunes de nuestra posición en el mundo y el  sí de nuestra sociedad particular, España. Aznar ha puesto en la parrilla la cuestión de si es posible seguir en esta actitud inmediatista o es llegado el momento de referenciar horizontes más amplios y tener visión estratégica de futuro. La presidencia de Aznar ha tenido el acierto, seguramente a pesar suyo, o no, de abrir estos debates que  estaban pendientes desde el consenso constitucional, que evitó entrar ideas para establecer un marco de convivencia que todos sabíamos que era provisional, en tanto se superaran los estigmas de una, aún, reciente guerra civil cuyos protagonistas detentaban buena parte de los resortes del poder efectivo que tuvo su eclosión en el fallido golpe de estado de 1981.

A nadie, de los que vivimos con protagonista atención la Transición y el proceso constituyente, se le oculta que el tema espinoso era cómo dar una solución a la cuestión nacional: el encaje de las nacionalidades históricas en el estado nacional, o a la inversa, como el nacionalismo español podía desprenderse de su geocentrismo tradicional. El invento de las autonomías era impensable si no fuera por las posiciones del nacionalismo catalán y vasco, que actuaban desde sus históricas vindicaciones nacionales  y además, asumían los paradigmas ideológicos de ese postmodernismo naciente que vislumbraba la nueva realidad de este mundo transnacional, global, donde las soberanías nacionales serían más nominales que efectivas, y en el que la multicentralidad, al estilo del las nuevas estrategias de las grandes empresas, se advertía como el camino correcto para desburocratizar el estado al tiempo que hacerlo coherente con la realidad particular.

La otra gran cuestión que el presidente Aznar  ha abierto y, en mi opinión, acertadamente en su enfoque, es el engarce internacional de España. Tras la indefinición de los primeros años de democracia en los que, incluso, se tuvieron tentaciones de encabezar los No-alineados (dirigidos por la, entonces, Yugoslavia de Tito), para volver, con los gobiernos socialistas, al tradicional seguidismo de Francia, lo que desde el punto de vista histórico no tiene discusión; los gobiernos de Aznar han apostado por reconciliar a España con Estados Unidos y con el Reino Unido. Por primera vez, se ha tenido una  visión geoestratégioca global rehaciéndose las relaciones con Norteamérica,  no partiendo del  incidente del Marne y la guerra de Cuba que puso fin al colonialismo español y origen del  antiamericanismo, sino desde el realismo  de que no  se concibe no tener política respecto a la mayor  potencia cultural del mundo, y  recalco lo de cultural porque es referente de valores occidentales que están llamados a institucionalizarse como base de articulación de una sociedad mundial.

Cuando Carlos III cedió a los argumentos del conde de Aranda y Floridablanca dio apoyo a los rebeldes americanos en su lucha de independencia, a pesar de los riesgos de que el ejemplo cundiera en la América hispana, se estaba teniendo visión de futuro y sentido histórico, aunque de poca entidad porque la incomprensión que se tenía ante las necesidades políticas y económicas, de las regiones hispanoamericanas evidenciaron las flaquezas del gobierno español y su carencia de política.

En su vertiente europea la política de Aznar  ha reclamado su lugar entre los estados grandes de la Unión con toda justeza y merecimiento. La octava economía del mundo que tuvo el acierto, y el coraje, de no ceder a las pretensiones italianas, que pretendían  no forzar la maquinaria y quedarse fuera del grupo de cabeza del euro,  no puede legítimamente  superditarse a los intereses de los dos estados continentales que llegaron tarde a la etapa en que eran posibles los imperios políticos  y que hicieron de la economía de estado, eso es participada directamente y planificada, su particular colonialismo esencialista que desembocó en la prepotencia,  muy en coherencia con el positivismo y el etnocentrismo del siglo XIX,  inflamando de expansionismo sus discursos más exaltados. Es la Europa de la Unión la que debe ajustarse al realismo de su papel,  y a su  responsabilidad, en el mundo occidental y dejarse de tercermundismos dialécticos, para impulsar  un rol  viable que en ningún caso puede ser seguidismo ni de potencias ajenas a la Unión ni de estados que pretenden actuar desde sus tradiccionales intereses nacionalistas. 

El cambio de paradigma que se está aproximando parece vislumbrar una búsqueda del sentido histórico desde el convencimiento de que el mundo, por primera vez, tiene que tratar de consensuar una codificación de mínimos máximos que sean referencia de convivencia para todos y eso implica forzar las posibilidades de acuerdos, de manera que los principios, los valores, las actuaciones éticas estén por encima de acomodamientos conyunturales. Si será la fórmula del mestizaje a la americana o la multidiversidad, como propugna el Foro Universal de las Culturas de Barcelona, la mejor estrategia para una convivencia fructífera y sólida,  eso ya se verá. Por el momento, tenemos la conciencia de tener sobre la mesa cuestiones no resueltas que sólo pueden hallar acomodo desde visiones que superen la estricta inmediatez.

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