Las imágenes en directo que se vieron en televisión eran solo una pequeña muestra de la verdadera envergadura del asalto al Capitolio. Tres fotos fijas impactaron en la opinión pública estadounidense y mundial: El cornudo en la Rotonda del Capitolio, bajo la cúpula, el lugar símbolo de la nación; el asaltante sentado con las pies en la mesa en el despacho de Nancy Pelosi, Presidenta de la Cámara de Representantes del Congreso y la tercera autoridad del Estado, y la bandera confederada paseándose a sus anchas.
Conforme avanza la investigación sabemos que el asalto fue un acto planificado. Y así se desprende de la conversación, por mensajes de texto, en el que un asaltante se satisfacía de que aquello que habían planeado se estaba cumpliendo con normalidad. Y esa “normalidad” alude no solo a que pillaron a la guardia del Capìtolio (el Capitolio en un espacio federal que depende del gobierno, no de la municipalidad de Washington D.C.) desprevenida sino que hubo pasividad por parte de algunos policías que, en los vídeos que se han difundido, vemos haciéndose selfies con los asaltantes.
Conforme avanza la investigación, sabemos que el asalto al Capitolio fue la ejecución de un golpe de Estado que salió mal porque el vicepresidente tuvo un momento de lucidez y no siguió adelante. Para millones de seguidores de Trump, se trataba de liberar a América de una imaginaba conspiración satánica; fantasía en la que cree una mayoría notable de los votantes republicanos. El 45 por ciento de sus votantes, según una encuesta realizada a pocas horas, aprobaba el asalto y el 30 por ciento, calificaba a los golpistas de patriotas.
Por referencias de amigos que viven desde hace más de cuarenta años en Estado Unidos, el país tiene dos caras opuestas. La que se homologaría con la modernidad política y un sesgo ideológico ultra conservador, ni siquiera conservador en parámetros europeos, que crece al amparo de las heridas no cerradas de la Guerra de Secesión. Se trata de la tensión entre estados del Norte y del Sur pero también, y principalmente, del fanatismo religioso en la “América profunda”; americanos que creen firmemente en la Biblia como fuente del conocimiento, muchos creacionistas, que consideran que el Antiguo Testamento debe guiar la sociedad y tutelar las leyes.
Me parece relevante, en este punto, un comentario a un artículo en La Vanguardia, firmado por un anónimo ChipFPGA: Mirad que pintas tienen, así es el ciudadano medio de EEUU, en un 40 por ciento en zonas costeras y en un 80 por ciento en zonas de la América profunda. Yo he vivido en EEUU, por estudios y curro, 5 años y os aseguro que son cenutrios, bastos, cortos de mente, unos pistoleros, que matan primero y preguntan después. Apenas saben más que de su oficio, el que lo tenga, un poco de deporte como la Super Bowl y poco más. Comen o tragan desaforadamente, beicon, carnes rojas y magras, casi todos gordos. Les gustan los coches grandes, todo grande, todo basto y nada de razonar, así son los ciudadanos medios. En pocas palabras, son Unga unga unga. Aun considerando la parcialidad de esa opinión y de las muchas virtudes que tiene la sociedad norteamericana en su conjunto, muchas crónicas coinciden con el núcleo del comentario.
Una profesora de español en Boston, ya con nacionalidad americana, en un sentido parecido al abrupto comentario anterior, me decía que Estados Unidos es un país que se afianza y crece con los grandes retos y desafíos de futuro que no requieran finuras intelectuales. Objetivos colectivos que se afrontan como la hollywoodiana conquista del Oeste, con testosterona, supremacismo norteamericano e impunidad.
El instituto Carnegie publicó un artículo (28/10/2020), sobre el riesgo de confrontación e incluso de golpe armado: Estados Unidos atraviesa la fase final de las elecciones de 2020 con un sombrío presentimiento. Los estrategas políticos y exfuncionarios del gobierno se han reunido para analizar los peores escenarios electorales, que incluyen acusaciones sin fundamento de una elección robada debido a fraude electoral, protestas y violencia a gran escala y confusión en torno a la autoridad ejecutiva en caso de que el presidente de los Estados Unidos, Donald Trump, pierda pero se niegue a dejar el cargo.
Aquí, en España, es tiempo de tomar notas de todo esto y tener presente que los autoritarismos crecen porque las democracias se desprotegen ante ellos. Empezando por leyes electorales como la nuestra, preconstitucional, diseñada para que las provincias más conservadoras, la España interior, obtenga mayor representación que la que le correspondería en un sistema electoral más apegado a la realidad poblacional.