La historia reciente de Catalunya no se explicaría si no fuera por la incompetencia política de un partido popular que, actuando de extrema derecha, no ha querido desengancharse de algunos presupuestos ideológicos del pasado, pretendiendo imponer un nacionalismo español políticamente uniforme, y excluyente de los nacionalismos históricos, empeño del doctrinario liberal de los siglos XIX y XX que obviamente no ha logrado prosperar.
Esa implementación cultural nacional española requería del acoso y derribo del nacionalismo catalán, no así del vasco por su reducción a un pequeño territorio, y esa tarea se ha impulsado, modernamente, desde la presidencia de Aznar proponiéndose modelar una sociedad a semejanza de valores icónicos del conservadurismo liberal decimonónico, retórica de tiempos pasados, retomando la vieja idea de las esencias de lo español: los toros como bien cultural es un indicativo.
Ha resultado que la insensatez de Mariano Rajoy y del PP, que a pesar de estar empantanado por la corrupción ha seguido ganando elecciones, ha llevado a España a una situación de riesgo de desintegración grave, como en otros momentos críticos y dramáticos de la historia, y todo ello con la complacencia, no confesa, de sectores de la derecha más ultra y de una izquierda acomodaticia que quería replegarse a los consensos del pacto constitucional de 1978 que, como se ha visto, fueron componendas para que todo cambiara sin que mudaran los poderes fácticos.
Vuelve a planear un bombardeo a lo Espartero (bombardeando Barcelona desde Montjuïc en 1842), que terminó con la caída del presidente de gobierno y su exilio en Londres. Pero ese ardid le está saliendo mal al presidente Rajoy porque, siendo unánime la convicción de que la legalidad constitucional debe de preservarse, ya no tiene ante sí a un PSOE zozobrante y rehén, sino a un Pedro Sánchez que toma decisiones y que, según la última encuesta electoral disponible, puede llevar a su partido a ser mayoritario y, con las previsibles alianzas, a la presidencia de gobierno en cuanto se convoquen elecciones o, tras una futura moción de censura de consenso, a tomar las riendas del País.
Perdió el PP su última oportunidad de llegar a un acuerdo con el soberanismo en enero, cuando en su congreso hizo oídos sordos a algunos que reclamamos que en sus ponencias se abriera a incluir los términos nacionalidades y federalidad que, desde el nacionalismo, se habrían interpretado como señales para explorar un acuerdo viable. Ni Martínez-Maillo ni Arenas atendieron las enmiendas correspondientes y las gestiones con la presidencia catalana no pudieron fructificar.
El último análisis de la situación trasladado a la presidencia catalana apunta a que el nuevo PSOE está por una sincera y pronta reforma federal del Estado. Que no se trata del brindis personalista, y sin fundamento, que hiciera Zapatero al Tripartito, sino que Pedro Sánchez ha sido elegido por la militancia socialista precisamente con el anuncio de una reforma federal del Estado desde la consideración de Catalunya como nación en una España multinacional.
La postura de la Generalitat, dados los oídos sordos desde 2012, no puede ser otra que de escepticismo y de latencia, en compás electoral, a la espera de que Sánchez plantee un acuerdo federal, necesariamente antes de la reforma constitucional, utilizando los instrumentos que la propia Constitución dispone para que una solución sea realidad en un plazo viable de seis meses.