Nuestro sistema electoral contempla ese doble criterio en el Congreso, que se supone debiera ser la cámara representativa de la población, al asegurar 4 diputados por provincia, caso aparte la insularidad, constituyendo una distorsión a la voluntad de los electores. De esta manera las provincias menos pobladas obtienen una cuota de representatividad muy por encima de su peso electoral, diluyendo el principio igualatorio de cada hombre un voto. Sirva, como ejemplo, los casos de Soria que contabiliza un diputado por cada 25.000 electores, mientras en Barcelona o Madrid ese diputado representa a 126.000.
El sistema actual, corrige algo esa anomalía, implícitamente, a través de las cuotas de reparto, cuando, al repartir los 248 diputados restantes, (una vez deducidos de los 350 menos, los 4 por provincia más los casos especiales de las Islas, Ceuta y Melilla) asigna un número de diputados extra según un cociente que especifica la Ley y no viene al caso detallar aquí. A través de esta corrección se trataría de incrementar la representatividad atendiendo a la mayor población, constituyéndose aquí, otro criterio subyacente de representatividad: el de la contribución a la riqueza nacional en la medida en que una elevada densidad de población lleva aparejado un mayor nivel de actividad económica.
La actual ley electoral no es la más adecuada pero es tolerable hasta que se acometan reformas estructurales en la funcionalidad de las Cámaras, en especial del Senado, y sus criterios de representatividad y de elegibilidad. En el Senado, desde mi punto de vista, la representatividad habría de hacerse por comunidades autónomas y habría de incluirse un tercer criterio de cuota de representatividad consistente en la participación de cada comunidad autónoma en el PIB estatal, obteniéndose mayor representación a mayor dinamismo económico; dado que una de las funciones de esta segunda cámara es la cohesión interregional y la transferencia de fondos de compensación, de regiones más ricas y desarrolladas a otras con menor aportación al fondo común, sería bueno que las comunidades más potentes que deben realizar el sacrificio económico de desprenderse de fondos necesarios para la mejora de sus servicios, tengan la posibilidad de mayor peso a la hora de asignarse las regiones o proyectos beneficiarios de esa solidaridad constitucionalmente establecida. Como, poniendo un ejemplo por igual razonamiento, parece inapropiado, e injusto, que las locomotoras europeas tengan menos peso político, que la Europa subvencionada; y no es momento de polemizar.
No parece de recibo, tampoco, que a las llamadas regiones ricas se les exija que renuncien a una parte, no menor, de sus ingresos para financiar en, demasiadas, ocasiones inversiones dudosamente productivas sin nada que objetar: paganos y a callar. Dándose algunas paradojas como que regiones con menor nivel de productividad, menos contribuyente al PIB nacional, disfruten, a la vez de niveles de renta similares o por encima de regiones netamente contribuyentes.
Las comunidades ricas, como bien sabemos, tienen en su envés problemáticas sociales bien notorias. El crecimiento económico, el dinamismo social, conlleva incremento de demanda de servicios de sanidad, educación, atención social, infraestructuras, servicios de justicia y problemática social y, naturalmente, bolsas de pobreza y marginación, sin olvidar la problemática asociada a la inmigración; todo ello hace poco digerible que los fondos de compensación, aportados por la comunidades según su riqueza, se distribuyan de forma arbitraria sin un cierto peso mayor de las regiones que, en definitiva, son generadores de ellos. Por eso, el criterio de la contribución al PIB nacional debiera contabilizarse, como la unidad territorial y el peso demográfico, a la hora de rediseñar los mecanismos de asignación de los escaños en el Senado.
Sin querer, ahora, extenderme sobre este punto solo constatar, y retomando el discurso inicial, que una reforma electoral en el sentido que pretende el partido popular, sin tocar los aspectos estructurales comentados, alejaría aún más al electorado de la participación política, al maximizar las opciones electorales de partidos mayoritarios, PP y PSOE, y eso podría empujar a que estos partidos, monopolizando el espacio electoral elegible, derivaran en auténticos lobbys al puro estilo norteamericano: es decir, grupos de presión incapaces de discurso político, no les haría falta, dado que tendrían asegurada la alternancia en el poder. Las alternativas con opción de gobierno serían indiferenciadas para un electorado cuyo voto útil, de inconformidad, iría a la abstención.
Una reforma electoral, aunque ley orgánica, debería de aprobarse con mayoría cualificada. La cámara catalana que está en periodo de redactar su ley electoral, sin que sea preceptivo, busca la mayoría de dos tercios. En mi opinión, una ley electoral por su condición de constitutiva de la calidad de la representatividad de las instituciones políticas debiera de formar parte de la Constitución y, por tanto, la próxima que se redacte debiera de tener rango constitucional.